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El silencio de las campanas

José Antonio Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

AGRICULTURA

19 mar 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Hay en la vida cuestiones menores que, cuando faltan, se revelan como más grandes e importantes. Nos acostumbramos a algo que se acaba afianzando en el tiempo y lo extrañamos luego cuando nos falta. Son esas sencillas ausencias que se van acumulando en la vida y que la convierten en un nostálgico almacén de cosas perdidas. La última pérdida la noté yo en un reciente fin de semana que pasé en mi pueblo. Hacía tiempo que no despertaba un domingo en la casa familiar. Sin embargo, ya antes de abrir los ojos eché en falta algo que siempre formó parte de las mañanas festivas entre aquellas paredes de piedra. Me di cuenta de que algo faltaba, de que las cosas no fluían como era costumbre: las campanas de la iglesia cercana no habían tocado a misa. Aquel sonido familiar, que se fue haciendo entrañable a lo largo de mi infancia; que seguí escuchando rutinariamente de joven aunque no me moviese de la cama; que luego escucharon mis hijos, y que siguió vivo hasta no hace mucho, resulta que ya no se oye en el pueblo. En su lugar queda un hueco sonoro que los mayores percibimos como el peso nostálgico de un silencio lejano.

Un detalle más a añadir al proceso de desaparición, lento, pero inexorable, de aquel mundo sencillo y práctico que conocimos los de mi generación. No basta con que hayan desaparecido la forma y estilo de vida de antes, los paisajes y las casas antiguas, sino que también se pierden los viejos sonidos de siempre. Hace tiempo que no se oye el martilleo lento de un carpintero reparando el tejado de una casa, ni la presencia sonora de vacas y ovejas en las cercanías del pueblo, ni siquiera los ladridos de los perros en las huertas vecinas. Eran esos sonidos antiguos y misteriosos de los que habla la Biblia, cargados de vida próxima y austera, hoy casi irreconocibles. Se los han engullido los tubos de escape y el estruendo de las máquinas agrícolas. Pues ahora, mis vecinos se han quedado también sin el de las campanas de la iglesia, una grande, casi propia de una catedral con sede episcopal, y otra más pequeña, más acorde con la sencillez del pueblo. Una pareja que armonizaba perfectamente el sonido grave, rotundo, de una con el más cercano y modesto de la otra.

El motivo de que ya no toquen a misa las campanas parece que se debe a un conflicto que se creó entre el nuevo cura, el viejo sacristán y los vecinos que frecuentan más la iglesia. Da igual, a mí lo que me importa es que no se pierda en el pueblo y en todo el valle ese sonido ya familiar que todos los nativos de mi generación llevamos grabado en el magnetofón de nuestros sentimientos. Los días de fiesta esas campanas se tornaban alegres y estimulaban el ánimo de los vecinos. En las tardes tristes de un entierro, su tono cambiaba, sonaban grises y enormes, vestían de luto y de pena cada rincón del valle y de sus gentes. En las mañanas de domingo, eran implacables: en invierno, penetraban con sutileza la niebla vacilante o la helada endurecida, y en verano, con el sol prometedor de la mañana, anunciaban un día distinto. Quien quisiera ir a misa se daba por avisado, y quien había trasnochado las maldecía en arameo entre las sábanas, pero acababa disculpando su intromisión en el sueño. Ellas estaban siempre ahí, en punto, obedeciendo a las manos expertas de Manolo, el sacristán que fue envejeciendo mientras el pueblo se iba despertando.