Tirarse a la piscina

ISAaC PEDROUZO CON CHANCLAS

AL SOL

25 jul 2017 . Actualizado a las 18:33 h.

He perdido la cuenta del número de veces que he intentado aprender eso de tirarme de cabeza a la piscina. Un día, quizás el último de aquel verano, decidí dejar de correr aquel riesgo inútil. Conseguí, sin embargo, y sin mucho esfuerzo, llevar hasta la perfección el planchazo. Durante una época en que fui joven lo usaba como tapadera en clave de humor para poder darme un chapuzón sin que nadie se riese de la torpeza bruta y desincronizada de mi vulgar manera de meterme en el agua. En el mar resulta más fácil, echas a andar y ya llegarás en algún momento. En aquella época todavía me quedaba un poco de vergüenza en el fondo de la reserva, esa que por suerte solo dura unos pocos kilómetros más.

Lanzarme al estilo bomba perdió el encanto cuando perdí la década de los veinte y, si nunca fui capaz de hacer una voltereta en las eternas clases de gimnasia que suspendía cada junio, ya ni tuve en consideración la acrobacia de espaldas en el borde de la piscina.

Tomé la decisión que tomaría un adulto que ya no quiere aprender: dejé de ir a las piscinas.

Renuncié a churruscadas, fiestas de mojitos y domingos de resaca, hamaca y batallitas nocturnas de cotilleo. Me pasé cinco veranos con el cajón de los bañadores vacío, con el hueco de las chanclas en el armario sin llenar. Todo por no saber tirarme de cabeza.

Decidí aprender de nuevo a los 30. Nadie me avisó de que la piscina de Marcos tan solo tenía un metro y medio de profundidad por lo que mi salto feroz -y válido en un concurso- terminó con mis dedos chocando contra el suelo. Demasiada sangre para tan poca herida.

Al final recordé que soy (muy) miope, y la excusa de no ver absolutamente nada me permite bajar por la escalera despacio, sin riesgo y con un poco de dignidad. A veces, incluso con elegancia.