Los días del fin

Maxi Olariaga MAXIMALIA

BARBANZA

Imagen del río Traba desbordado en Noia en el año 1956.
Imagen del río Traba desbordado en Noia en el año 1956. CEDIDA< / span>

23 nov 2014 . Actualizado a las 05:00 h.

Yo era un niño cuando el doctor Domínguez me detectó un soplo cardíaco. La naturaleza siempre avisa, dijo, no lo olvides. Después supe lo que quiso decir. No puedo negar la certeza del aserto de don Ramón al que sus pacientes barbanzanos dedicamos un busto en la plaza del Concello de Ribeira. No sé que extraña ecuación se planteó en mis adentros para resolver el enigma al contemplar la foto que acompaña este texto. Fue un fogonazo.

La foto llamó a gritos a aquel hombre bueno y sabio y el agua en su estruendo se lo llevó zarandeándolo como un pelele hasta las puertas mansas de la ría. «La naturaleza siempre avisa». Antes de que el río Traba enloqueciera, mucho antes de que sus aguas vomitaran sobre las huertas la borrachera de lluvia que abrumaba su alma hasta el delirio, los pájaros se habían ocultado en los más altos árboles, los patos habían abandonado sus edredones de espuma y las truchas habían remontado la cuesta buscando refugio en los embalses al abrigo de los sauces. Pero a nosotros, los seres humanos, todo eso nos había pasado desapercibido. Ni siquiera nos habíamos fijado en las veletas que giraban alienadas ni en las campanas que tañían golpeadas por la invisible mano del viento del sur ni en la negra alfombra de nubes que desde el horizonte marino se acercaba amenazante blandiendo en sus manos de seda mil dagas, mil rayos.

Nosotros seguíamos con nuestras cosas, afanados en la cotidiana dejadez de los asuntos comunes. Abríamos cajones y los cerrábamos con displicencia creyendo que perfumados por sus nobles maderas quedaban a salvo los secretos más amados. Caminábamos por las calles saludando a los vecinos y rondábamos el amor en los portales sin prestar atención a las señales con las que la naturaleza hería nuestros ojos ciegos. Visitábamos las ventanillas de los bancos, los mostradores de las tiendas y planeábamos viajes a Compostela para consultar a médicos y a abogados que creíamos más doctos que los nuestros. Regateábamos en A Pescadería y discutíamos con el carnicero la frescura de la carne.

Como autómatas nos ganábamos el pan de cada día y preparábamos bodas, bautizos y comuniones. Nos fotografiábamos con nuestro mejor traje y enviábamos las fotos a los que se fueron a América porque adivinaron aterrados el futuro que nos esperaba a la vuelta de la esquina. Creíamos ciegamente que el mañana sería mejor, mucho más brillante que el ayer, pretendiendo ignorar que a cada hora nos volvíamos más endebles, más frágiles, más dados al desamparo, al silencio y a la soledad.

La naturaleza, nuestro propio cuerpo, no cesaba de advertirnos que todo se acercaba a su fin. Pero nuestra terquedad, nuestra egolatría no abandonaba el trono de la soberbia. Hasta que aquella mañana el viento enloqueció al río y sus aguas galoparon sobre los herbales, remontaron los vallados y anegaron piso a piso nuestras casas tan seguras, arrancando una a una las tejas que nos protegían.

Poco a poco el monstruo de las aguas devorará los libros, los cuadros y las estatuas. Así llegará el fin y solamente las aves y los peces darán fe de nuestro paso por la tierra anidando en el aire y en las aguas entre nuestras almas reducidas a escombro.