La ligoteca

Emilio Sanmamed
Emilio Sanmamed LIJA Y TERCIOPELO

BARBANZA

08 dic 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Época de exámenes, mi vida es cafeína y folios. Cuando llego a la abarrotada biblioteca Concepción Arenal, la ligoteca, me planteo reducir mis cuatro duchas mensuales a solo dos para ver si la gente deja de venir. Pero no, ahí están todos: el que se ríe, el que susurra gritando, el que respira muy alto, el de la tos y, los que más odio, la enamorada pareja.

No me malinterpreten, yo creo en el amor y lloro con Neruda, con Rambo y hasta con Titanic, pero, cuando estás intentando concentrarte, no hay nada peor que un sonoro besuqueo. Los oigo hasta tragarse las salivas. Miro para ellos, los dos guapos, mucha caricia, gestito y suspiro de cara a la galería. ¡Cómo me alegraría que alguien le enviara al chico una foto de su amada yaciendo con el profesor de yoga! Ese que a él le parecía gay.

¿Estoy amargado? Cuando mi novia vivía en EE.?UU., la idea de estrechar su mano me ponía en trance, como a un chino del Imperio al que se le hubiera permitido tocar el sagrado cuerpo del emperador, que no se podía rozar sin estar condenado a muerte y, sin embargo, ahora soy incapaz de ponerme en el lugar de los amantes de la biblioteca.

Se besan de nuevo con el consiguiente ruido y les suelto un avinagrado «chicos, por favor». Me vuelvo a la molécula que estaba estudiando, la digoxina, es un cardiotónico para tratar arritmias, básicamente hace que el corazón lata con más fuerza. Como el amor. Empiezo a sentirme como un cascarón vacío, un Quijote contra un gigante imaginario, ¡les he reñido por besarse! El estudio de los fármacos que hacen latir los corazones ha congelado el mío.