Os amoriños primeiros

Maxi Olariaga MAXIMALIA

BARBANZA

21 may 2017 . Actualizado a las 11:26 h.

matalobos

Se llamaba María Esther. Era pequeña, gordita como un oso de peluche y morena como el azúcar de ron. De sus ojos negrísimos pendía su alma inocente tendida al aire virgen de nuestra infancia. Tenía 7 años y un día por delante y también una falda de cuadros azules y grises. Una blusa blanca de algodón y una rebequita de punto inglés. Zapatitos de charol y calcetines de croché con hebilla en el empeine. Era de Los Monegros decía mi padre e hija de un guardia civil decía mi madre. El abuelo Pepe le encontraba parecido con una prima suya que se murió de tisis siendo niña y a mi me gustaba más que las cañas de crema de don Fermín Hidalgo. Nuestros, entre los dos 14 años, transcurrieron pisando la alfombra escolar de tres estaciones. Otoño, invierno y primavera. Leíamos juntos el Catón y desafinábamos nuestra caligrafía en el Rayas con la precisión de un relojero. Nos queríamos tanto que ni yo jugaba al fútbol ni ella al aro. Frecuentemente, doña Manola, la maestra, nos llamaba la atención y nos recordaba el dogma de los niños con los niños y las niñas con las niñas. Enfurruñados nos separábamos aunque había algo, tal vez la sombra de un ángel, que nos mantenía unidos.

Una mañana de diciembre me dio un beso en el continente helado de mi cara y desde entonces, besarla yo, se convirtió en una obsesión. Insistí, rogué, supliqué y llegué a ponerme de rodillas oculto tras el gallinero donde nos citábamos mientras doña Manola dormitaba en su mesa a primera hora de la tarde. María Esther, al fin, me lo concedió. Se subió a una banqueta y besó el cristal de un ventanuco que daba al patio. Me instó a hacer lo mismo al otro lado de aquella frontera transparente. Fue nuestro primer beso. Separados por el velo incandescente del cristal, nuestros labios ascendieron a los cielos trepando por las lianas de la lluvia incansable. Desde entonces lo hacíamos frecuentemente. Podía sentir su aliento de caramelo a través de aquel vidrio sucio del gallinero y el corazón se me derretía como un helado de cucurucho al sol. Fueron los besos más bellos, más sentidos, más sinceros.

Juntos hicimos la primera comunión en mayo, el día de la Ascensión, en la iglesia de los Franciscanos. Le pregunté si en confesión le había contado al padre Miguel lo de los besos. No. Yo tampoco, respondí. Nos prometimos amor eterno mientras detrás de la última sábana de nuestros corazones a estrenar, escondimos nuestro secreto para siempre. Por Corpus me regaló un recordatorio de su comunión y comprendí mi imperdonable olvido. A mi no se me había ocurrido, así que al día siguiente le llevé la barrita de regaliz que todas las tardes me daba don Antonio Busto, el farmacéutico. Le gustó tanto que aquel día me besó en la mejilla sin el cristal por medio. Aún hoy, cuando cierro los ojos y las puertas del alma antes de dormirme, el aroma acre, denso y dulzón de aquel beso asalta el mundo de silencio en el que habita la pulsión de mi sangre, y una tras otra se despeñan sobre mi cama aquellas tres estaciones que vivimos juntos.

¿Qué habrá sido de María Esther? Me pregunto, ahora ya viejo, si alguna vez el bies de la falda de la memoria posará en su ventana una brisa de regaliz y, aturdida, besará enamorada el cristal del olvido.