La última fila del palco del Cine Doré

Antón Parada CRÓNICA

BARBANZA

28 jun 2017 . Actualizado a las 11:17 h.

Últimamente no dejo de darle vueltas a qué es exactamente lo que nos ancla a un lugar. No me refiero a factores tan particulares como la familia o el trabajo, hago alusión a algo más personal, emotivo y abstracto a lo que todavía no sé ni cómo referirme. Sin embargo, creo que cada vez estoy más cerca de averiguarlo. Hace tiempo, en esta cabecera se publicaba una sección llamada El rincón. En esta, los entrevistados elegían un escenario que tuviese un especial simbolismo para ellos. Nunca sabré si alegrarme o entristecerme de haber escrito uno de estos últimos reportajes hasta que la edición cambió. Independientemente, echo de menos aquella página porque en ella la persona nos entregaba una de las porciones más íntimas de su vida. Le obligábamos a hacer público aquel espacio secreto. Su refugio. Su santuario. Siempre me pregunté qué pasaría si yo hubiera estado al otro lado de la grabadora. Y es muy posible que la respuesta a esa pregunta también sirva a su vez de explicación a la frase que encabeza esta crónica.

Existe un cierto componente de injusticia en el estar parapetado tras la cobertura que brinda el teclado. Por eso quiero confesar que jamás hubiera elegido una de las decenas de playas a las que muchos recurrían como su rincón. No tengo nada en contra de los preciosos arenales de la comarca pero, en mi caso, pienso que hay un hecho más importante que el paisaje. La belleza con la que el escenario haya impregnado el recuerdo. De todos los que me vienen a la cabeza no puedo evitar sentir un escalofrío al pensar en Madrid y en el Cine Doré.

Sentado en la última fila del palco, no puedo olvidar aquella sensación de calma que me provocaba la penumbra, rota únicamente por el resplandor de los rostros de Humphrey Bogart y Lauren Bacall en La Martinica, a través del haz de luz de un proyector que se reflejaba cómodamente en los ojos de Laura. Tampoco puedo olvidar los restos de la cúpula de las Escuelas Pías de San Fernando, aquella terraza donde cazaba versos en las alturas y donde, junto a Rubén y a María, nos sentimos los héroes de cada una de las corralas de Lavapiés. De mi funambulista relación de amor y odio con Ribeira no puedo olvidar el banco de Pedra Pateira, el de A Secada o el de Fontán. Se convirtieron en mucho más que asientos sucios y desgastados ante la compañía de Javier, Antonio y Héctor. Se tornaron melodías. No puedo olvidar las escaleras de detrás de aquel bar, donde una decena de amigos grabamos en piedra la señal que siempre nos permitirá viajar en el tiempo, si no podemos navegar en la distancia.

Quizás cometí el error de buscar respuestas en el paisaje. Quizás mi rincón se encuentre en los nombres que ya no están.