«¿Quieres ir al festival O son do Camiño?». La complicada digestión comenzó a hacer merma en mi naturalmente mermado encéfalo. «¡Quiero ir!», exclamé.
16 nov 2023 . Actualizado a las 05:00 h.Domingo por la tarde, tras un copioso cocido, entré en un trance choricero en el que casi alcanzo el estado de paz perpetua del que escribía Kant. Se habla mucho de las terapias con DMT o MDMA, pero poco se dice de las terapias con lacón y vino tinto. Estaba con un ojo en La regenta y el otro en Instagram y, no recuerdo en cuál de los dos, me saltó un anuncio preguntando «¿Quieres ir al festival O son do Camiño?». La complicada digestión comenzó a hacer merma en mi naturalmente mermado encéfalo. «¡Quiero ir!», exclamé.
Una vez fui joven. Volcaba días en las noches, me daban igual las aglomeraciones, hacía amigos eternos que duraban un concierto, cantaba las canciones a viva voz… Era un animal de acampadas. Tenía que ir, mi casa está donde está el rock. Motivado, puse un vídeo en YouTube del Hellfest 2018 para entrar en sintonía con el verdadero metal.
Y me agobié. Pensé «cuanta gente, ¿no? ¿Y si a alguien le da ganas de ir al baño? Y yo con mi próstata…». Luego recordé el olor de los baños del Viña Rock. Me tumbé en el sofá pensando en cómo cambia todo. Un día estás cargando el coche de cerveza y al siguiente eres casi un cuarentón donde lo más salvaje del finde es comprobar que la física de la peli Oppenheimer es precisa.
Querer volver atrás en el tiempo es como chocar con Sergio Ramos: imposible y doloroso. Mis días de ir a votar con resaca han pasado. Me instalo en estos privilegios suavemente adquiridos: el abrazo nocturno de mi mujer, mi casa, mis libros. Confieso que he vivido y te cedo el vaso de plástico con cerveza tibia, joven.