Los jóvenes y los santos de moda

Antón Parada CRÓNICA

RIBEIRA

26 abr 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Recuerdo perfectamente la primera vez que fui a la romería de San Alberto en Ribeira como periodista. Ya habían pasado una buena cantidad de años desde que había lanzado mi última teja. En mi memoria guardaba un retrato de la celebración como uno de esos grandes eventos multitudinarios e ineludibles y debo confesar que, mientras me acercaba en el coche, una parte de mi se moría de celos al pensar en los centenares de grupos de adolescentes que estarían disfrutando del día. Sin embargo, a medida que me aproximaba a lo alto de la capilla, el sueño se evaporaba a la vez que, paralelamente, mi preocupación y curiosidad iban en aumento.

Desde aquel pedestal festivo -al menos un símbolo de ese cariz tal y como lo entendió nuestra generación y un grueso importante de las anteriores-, las colinas conformadas por el gentío y las luchas por conseguir un buen lugar donde sentarse se habían tornado en un desierto en el que la banda de música tocaba una melodía, que me supo a los últimos compases de los intérpretes del Titanic, mientras este se hundía. No podía entenderlo. ¿Qué había llevado a los adolescentes a prescindir de un día en el que hasta el estudiante más recto se unía a ese precioso término que es el facer a gata? ¿De verdad habían preferido quedarse en sus pupitres o en los sofás de sus casas?

Este lunes cuando regresé a San Alberto me había preparado mentalmente para la escena, que por desgracia, volvió a repetirse. Aquello parecía una serie americana de instituto, pues no había ni un solo adolescente, con la excepción de dos pequeños grupos y un padre que enseñaba a su hijo las tradiciones de aquella festividad. Entonces me dispuse a llegar al fondo de este misterio, pero ni la divina providencia sabía dónde se escondía la juventud ribeirense. Hasta que un compañero de la delegación me dio el chivatazo al mediodía. Los chavales habían cambiado de santo. Escasos metros más arriba de la capilla de San Roque, medio centenar de chicos y chicas reproducían una escena muy similar a la de mi época en el parque periurbano, eso sí, con recursos de sonido propios de una suerte de rave o fiesta al aire libre.

Me acerqué a hablar con ellos y me explicaron que esto ya venía del año pasado y que era un engorro tener que andar y subir a la capilla -vaya, y yo que pensaba que nosotros éramos vagos las pocas veces que nos pagamos el taxi hasta arriba- o soportar el infierno del sol al mediodía. De una forma u otra le estaban diciendo al pobre de Alberto que estaba pasado de moda y, como si de un concurso de popularidad se tratase, preferían ir a la fiesta del santo que mejor casa tuviese. Maldita sea, no han entendido nada.