a salvado más vidas que ningún otro hombre», suele decirse de Edward Jenner, el hombre que creó la primera vacuna del mundo. Médico y poeta, venció a la viruela y se transformó en el padre de la inmunología. Otro héroe, Salk y su vacuna contra la poliomelitis en 1955, nadie salvó a más niños que Jonas Salk.
Vacunando a una persona le introducimos un «simulacro» del microorganismo que queremos combatir, y su cuerpo
adquiere inmunidad. Funciona como un entrenamiento leucocitario para la lucha que
será la enfermedad. Y todo iba fantástico con la vacunación
hasta que en 1998 el (ex) doctor Andrew Wakefield publica
en la revista The lancet un estudio en el que relaciona las vacunas con el autismo y ¡pum! nació la corriente antivacunas. Poco importó que la
prestigiosa The lancet tuviera
que retractarse por publicar falsedades y que Wakefield fuera desacreditado, igual que
su estudio, además de ser acusado de fraude y abuso de niños con discapacidad, en la mente colectiva el daño ya estaba hecho.
Las vacunas, o sea la ciencia,
permiten que la viruela se haya erradicado y que la polio esté en vías de desaparición,
enfermedades que podrían matar a diez millones de personas al año. En cambio, la superstición y el temor que mueve a los colectivos anti-vacunas se basan en supercherías druídicas y timos de
la estampita que nos conducen a una moderna caverna donde es más cómodo ponerse papel de aluminio en la cabeza para que los satélites no
nos lean el pensamiento que
entender principios inmunológicos básicos. Las vacunas
no producen autismo, las vacunas salvan vidas.