Cuando los torreros se quedaban aislados en las Illas Lobeira

CORCUBIÓN

FERREIRO

Hace 105 años justos, un violento temporal dejó sin amparo a seis personas. Una de ellas era el farero Constante Lamas, de Corcubión

27 ago 2019 . Actualizado a las 17:08 h.

Las Illas Lobeira, que han vuelto al primer plano de la actualidad gracias al interés de una empresa que trabaja con algas, y también del propio Concello de Corcubión, al que pertenecen, ya ocuparon muchas crónicas de prensa a lo largo de los poco más de cien años que lleva activo su faro (el primer encendido es de 1909). La Voz contó muchas de ellas. Como estas de febrero de 1912 (hace, por tanto, 105 años) que tiene como protagonistas a los torreros y su familia, que residían en la Lobeira Grande, y que en época de temporales tenían muy difícil, o imposible, conectar o comunicarse con tierra. Algo que también ocurría en las Sisargas, por cierto, donde el faro es muy anterior (1853, al igual que Fisterra). Eran otras épocas, de pioneros en la Costa da Morte.

Uno de los fareros protagonistas era Constante Lamas Trillo, tío de Alejandro Lamas Costa, historiador aficionado, investigador y cronista de todo lo acontecido en Corcubión durante decenios. Constante estrenó una de las dos viviendas del faro (una a cada lado de la señal, hoy selladas). Tras aquella terrible experiencia, las viviendas dejaron de usarse.

«12 de Febrero de 1912. La escuela de los Robinsones: Los temporales de estos días tienen absorta la atención de España, concentrada hacia las vegas andaluzas y los campos castellanos, donde una muchedumbre llora la inundación de sus tierras y la ruina de sus casas.

El asunto es triste, es desolador. La misma majestad del Rey, impresionada ante la catástrofe, descendió hasta aquellas tierras, a consolar a los perdidosos y alentarlos con esperanzas y realidades de socorro a su desgracia.

En medio de esta balumba de noticias que a todos pesarán, llega a nosotros otra de una desdicha, producida por esos mismos furiosos vendavales y por la crueldad de unas olas, más temibles que las de un río desbordado; porque son olas de un mar libre que azota una costa siempre peligrosa, y porque la desesperación de las víctimas de esta desgracia es cosa que ellos mismas han visto venir, y han esperado con terror desde el instante en que se colocaron por ganar un vivir mísero en la expuesta situación en que les sorprendió la violencia del temporal.

A la entrada de un puerto bastante frecuentado de nuestra provincia, sobre un gran peñasco, que fanfarronamente se llama isla Lobeira Grande, hay un pequeño faro, y al cuidado de él dos hombres, esclavos del deber todos los días del año, mártires en todos los inviernos rudos.

Aislados entre dos lenguas de tierra, a la vista de un pueblo y de muchos caseríos, estos hombres no son unos Robinsones que se hayan considerado para siempre desligados de las gentes de su raza. Las ven, ven a distancia breve a los felices que pueden recorrer grandes extensiones sin que el mar les oponga un veto irrevocable: y cuando el Océano se enfurece y les disputa aun la reducida parte de sostén que a sus pies queda, claman a sus semejantes, que tan cerca están por la distancia y que están, sin embargo, tan lejos para socorrerles, que da tiempo la llegada del socorro, a que el mar se apacigüe y las fuerzas de los solitarios desfallezcan, porque les faltan alimentos y les faltan ánimos y esperanzas. Este espectáculo se repite casi todos los años.

Y nadie ha acudido para que definitivamente se supriman esas ansias, que alguno ha pagado con la muerte y otros con una agonía de existencia desesperada, mil veces peor que el morir rápido.

13 de febrero. Son seis las personas aisladas. El suceso parece, por lo emocionante, la página de una novela de Edgard A. Poe, o un episodio de Julio Verne, y tiene suspensa aquí la atención general. La furia de los elementos desencadenados estos días, tiene aislados desde hace más de un mes a seis personas que constituyen la población del faro instalado en el islote Lobeira, a la entrada de este puerto.

El aprovisionamiento de dicho faro realízase semanalmente, y el botero encargado del servicio se ve imposibilitado de efectuarlo desde hace bastante tiempo por causa del temporal. Observose desde hace algunos días por el personal del faro de Cee y por el de Finisterre, que desde la Lobeira se hacían señales agitando pañuelos blancos.

Considerose desde luego dichas señales como de alarma; pero en la imposibilidad de entenderse, porque, aunque parezca un colmo, no hay telégrafo de banderas en dicho islote, continúa sin saberse a ciencia cierta a qué obedecen.

Dicen algunos si será que el edificio se ha resentido con los últimos ciclones que allí debieron soplar de firme: pero piensan los más, entre ellos el encargado del aprovisionamiento, que los víveres debieron agotarse, porque las reservas estaban solamente constituidas por 50 libras de galleta y 30 gallinas, aparte de cortas vituallas que fácilmente tuvieron que consumirse en el mes que aquella gente lleva de incomunicación absoluta.

El botero contratista del servicio telegrafió a Madrid la situación, declinando su responsabilidad. Desde la Jefatura de Obras públicas de la provincia se circularon órdenes apremiantes, pero... ¿quién se atreve?

La mar continúa imponente. El islote aparece envuelto en la bruma y rodeado de un anillo de espumas. El oleaje y las rompientes se extienden en más de un kilómetro alrededor de aquel peñasco, que casi cubre con sus salpicaduras un oleaje gigantesco.

El llamamiento continúa incesante y desesperado. Esta tarde pudo todavía observarse por bastantes personas, que conocedoras del suceso fueron al Cabo de Cee a contemplar la Lobeira. En ella agítase por una persona, con cortos intervalos, el paño blanco que pide con ansia un auxilio que no parece fácil proporcionar.

Esta tarde, después de mucho discurrir, acordose enviar a primera hora de mañana un vapor que intentará la comunicación, y en todo caso el aprovisionamiento de víveres. Júzgase, sin embargo, difícil conseguir esto, y la ansiedad aumenta. Uno de los torreros, Constante Lamas, es natural de esta villa, donde viven sus padres, y esto contribuye a que la zozobra sea general.

La luz del faro continúa por ahora regularmente y hay la seguridad de que agua no faltará a los torreros, porque el edificio está dotado de aljibes que recogen las pluviales. (A. Lastres).

Por informaciones posteriores se supo que, finalmente, pudo acercarse hasta la isla una lancha con seis marineros, poniendo fin al aislamiento de un mes de los habitantes de la isla. «Por medio de cuerdas pudo enviárseles algunos víveres» a los extenuados torreros, cuentan las crónicas. «Supónese que los desdichados habitantes del faro han sido recogidos ya», añade.

24 de febrero. Naufragio del «Salerno». Curiosamente, poco más de una semana después, en un intenso mes de febrero de temporales, la Lobeira pequeña, la Chica, un grupo de peñascos sin muelle al que solo se accede en chalana y mejor en marea baja, era también noticia en La Voz. Así se contó: «Se conocen más detalles del naufragio del vapor noruego Salerno, embarrancado anteanoche en los bajos de la isla Lobeira Chica, a la entrada del puerto de Corcubión. El Salerno tiene 1.553 toneladas de registro, y pertenece a la matrícula de Christiania, casa armadora de Otto Thoresen. Era un hermoso barco que fue construido el año 1907. Llevaba, por consiguiente, solo cinco años navegando.

Créese que el siniestro fue debido a la densa niebla que reinó durante toda la noche. La cerrazón impidió ver al capitán las dos señales que marcan la entrada del puerto de Corcubión.

El vapor Salerno procedía de Las Palmas, y se dirigía a Londres. Llevaba a su bordo un importante cargamento de frutas. Actualmente se considera que el buque está totalmente perdido. El mar, que rompe con furia en la Lobeira Chica, donde se encuentra encallado, le abrió una enorme vía de agua en el casco. Tiene el Salerno deshechas las bodegas, y está casi hundido totalmente. Solo se veían los palos y la chimenea, que acaso a estas horas se haya llevado el temporal.

Por las inmediaciones del lugar del siniestro se ven botar gran número de cajas y trozos de madera. La tripulación del buque -el capitán, M. Simpson y 21 hombres más- fue toda salvada y se encuentra en Corcubión, en donde fue solícitamente socorrida por las autoridades y el vecindario. El salvamento fue difícil y arriesgadísimo.