Viggo en el desierto

EDUARDO GALÁN BLANCO

CULTURA

«Lejos de los hombres», protagonizada por Mortensen, es un western, tan honesto como áspero . Y le falta un hálito de poesía para trascender

09 oct 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Aunque rodó en varios idiomas -inglés, francés, castellano, danés-, y a pesar de que su dicción podría no desmerecer a la de Laurence Olivier -véase el Freud de Un método peligroso-, a Viggo Mortensen le van los papeles lacónicos, como los de Promesas del Este, La carretera y Océanos de fuego que era un inconfeso remake, rodado en Arabia, de Muerde la bala. Con esta última tiene mucho que ver Lejos de los hombres. Está contada en clave de western, y el desierto y los silencios lo presiden todo, junto a la notable lección de economía y eficacia gestual del rostro que dio vida a los capitanes Alatriste y Aragorn.

Ambientada en la Argelia de los primeros años de la guerra de liberación, la cinta cuenta el viaje, a pie, por el desierto, durante dos jornadas, de un maestro francés, desde una pequeña y aislada escuela de niños argelinos hasta el primer lugar civilizado. Los escasos y ocupados gendarmes que luchan contra los rebeldes le encomendaron la misión de llevar a un preso hasta Tinguit. Allí lo juzgarán por asesinato ¿Cuantas veces hemos visto ésto en un western?

Los colonos racistas, los enemigos tribales de la aldea del prisionero y la guerrilla que lucha contra los franceses, acosarán a los dos hombres que, ante los peligros del camino, sellarán un pacto de supervivencia. Y, a medida que avanza el relato, descubriremos que el protagonista fue un oficial de alta graduación, veterano de la II Guerra Mundial, asqueado de la civilización, que se retiró al desierto para huir, precisamente, de todo lo que ha venido a buscarle, de nuevo, a su escondrijo. «No tengo hijos, pero tengo alumnos», dice el profesor, como resumen de su vida. La historia está basada en un relato corto de Albert Camus -hijo de pieds noirs argelinos- que habla, cómo no, del sinsentido de los actos humanos.

Atardeceres rojos, las montañas del desierto, panorámicas interminables sobre la arena y el polvo. Y el oasis, claro. Allí suena Gardel -autohomenaje del argentino Mortensen- con El día que me quieras en la gramola. El paraíso es un bar donde hay cerveza. Y un prostíbulo regentado por Ángela Molina, donde los fugitivos encontrarán la piel fresca que durante horas los alejará de sus mortajas. Pero hasta ese interludio peckinpahiano -la sombra de Grupo salvaje es larga- resulta poco liberador y nada jubiloso, porque la película es tan honesta como áspera . Y le falta un hálito de poesía para trascender.