Nos vemos en los vinos

A CORUÑA

La calle de los vinos es, en realidad, la suma de seis vías plagadas de tabernas y bares.
La calle de los vinos es, en realidad, la suma de seis vías plagadas de tabernas y bares. eduardo Pérez< / span>

No todo es alcohol en la ruta húmeda que va de la Estrella a Troncoso

25 ene 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

A Coruña tiene una calle de los vinos tan larga que en realidad no es una sola calle, sino la suma de media docena de vías húmedas, plagadas de tabernas, tascas, baretos, restaurantes, cafeterías, bodegas y otros abrevaderos.

La calle de los vinos vive una especie de revival que empieza a recordar un poco a aquellas fotos de los años sesenta y setenta en que la Estrella parecía buscando a Wally. Hasta regresa la frase histórica (y un pelín ambigua):

-Nos vemos en los vinos.

La Estrella vuelve a ser la Estrella, pero sin llegar a la multitud. El Quijote no está, claro, porque su solar se lo comió la Fundación Caixa Galicia, que ahora hace de pasillo acristalado entre los Cantones y la Estrella.

A la Estrella íbamos mucho de chavales a las salas de recreativos. Cuando alguien estaba de cumpleaños, le daban unas monedas de cinco duros para que las repartiese entre los colegas.

-Hala, a matar marcianitos.

Y así pasábamos las tardes, liquidando marcianitos o mirando el culo del Avenida, que estaba justo enfrente, porque no juntábamos pasta como para ir al cine.

Si nos aburríamos mucho íbamos al quiosco donde una señora vendía pitillos sueltos y regaliz.

-¿Tiene chicle de perejil?

Cuando salía del chiringuito empuñando el paraguas para darnos una tunda ya estábamos por la Torre o así.

En la calle Mantelería mantienen el espíritu de otro tiempo A Casiña y La Tasca, pero el coruñés feo, católico y sentimental echa en falta el Gaby, que daba tapas de pizza cuando aún no había pizzerías (ni chinos).

El Anduriña, en la esquina de Mantelería y la Estrella, lo saca Cela en Madera de boj, donde recuerda que allí, en marzo de 1994, una discusión por un Atleti-Barça acabó con un muerto.

En Los Olmos escrutaba Álvaro Cunqueiro las vitrinas de los restaurantes para recrearse la vista con las centollas, los percebes, las langostas y los bogavantes:

-En la calle de Los Olmos hay en los escaparates bodegones que no soñaron los maestros holandeses.

Eran los tiempos del Salto do Can, del difunto Fornos y sus murales de Lugrís, y de las rondas de tazas sin fin.

-Pola mañá, branco; pola tarde, tinto; e, pola noite, tonto.

Ya no pillamos aquella calle, pero sí la del Otero, con sus sofás verdes y aquel camarero de pajarita que se parecía sospechosamente a Humphrey Bogart y al que yo miraba de reojo en la parada del 7 de San Andrés, esperando a que sacase de debajo de la gabardina una automática. Luego solo sacaba un paquete de Ducados y el mechero, pero así de sosa era y es la realidad.

En el Otero se tomaban los mejores calamares de la ciudad y el corto te lo ponían con un platillo debajo, nada de posavasos.

Luego ya fueron los tiempos de El Parador, donde a la jarra de cerveza le llamaban piscina. Lo importante era no equivocarse de nombre, porque si en el Enrique pedías una piscina o en El Parador un botijo, te miraban raro. Un amigo mío, que estaba estudiando fuera, con los guiris, a la tercera jarra, con tantos idiomas girándole en la cabeza, le espetó al dueño de El Parador.

-¿Me das una pistola?

El jefe, sin inmutarse, le puso su piscina sobre la barra.

El Hércules -como el Marfil, a la vuelta de la esquina- era más de café con leche por la tarde, para ajedrez y charleta. Los de la generación de Cela y así se hicieron su educación sentimental en los puticlubes de Papagayo y Tabares, pero nosotros, más pánfilos y soñadores, nos la tuvimos que trabajar en los bares, entre mucho humo de pitillos a medio fumar, cascos de Estrella vacíos y las lecturas mal digeridas de la adolescencia.

A veces entro en la Droguería Villar para comprar algo, un pincel, cualquier cosa, solo para respirar la historia de las estanterías. Para los que pensamos que las manualidades son un país extranjero, un local donde lo mismo te compras semillas para prado japonés que un bote de Louis XIII, plateador en frío a base de plata fina, resulta tan inquietante como fascinante.

En la Galera están Bonilla a la Vista, churrería y chocolatería, y Azafranes Bernardino, con su azafrán puro, su comino, su pimentón y su lenteja pelada.

Menos mal que resiste Bernardino Sánchez S.L., porque el Cine Coruña y su plazuela con palmera se han ido para siempre, y en su lugar han puesto uno de esos letreros para espantar a los niños: «Plaza privada. Prohibido patinar y jugar a la pelota».

En el Matthews no son tan bordes, y los hermanos irlandeses tiran una pinta de Guinness que casi te hace olvidar el Coruña y sus sesiones de tarde.

Otro de los iconos de la Galera, casi a la altura mitológica de Azafranes Bernardino, es ¡Monna Lisa!, pelucas y postizos, que siempre ha tenido en el escaparate unas cabezas de maniquíes femeninos con sus melenas rubias y pelirrojas que nos gustaban mucho de chavales. Tal vez porque pasar delante de aquel escaparate de rostros girados hacia la izquierda era la única manera que teníamos de que unas tías se nos quedasen mirando.

Hay que parar, por lo civil o por lo penal, en la Barrera, aunque ya no se asome a la ventana aquella señora que empuñaba un orinal y de tiempo en tiempo regaba a los noctámbulos para que no alborotasen. La escala es obligatoria en las tascas A Troula (un cocodrilo) y O Tarabelo (un ídem) y en el Mesón Barrera, justo antes de hacer una parada técnica en O Viñedo, travesía de la Estrecha de San Andrés, donde hace de tejadillo una de la dos únicas parras urbanas de A Coruña (la otra, claro, está en La Parra).

En La Franja, porrón y cacahuetes en el Priorato y bocata en El Rey del Jamón. Y, si uno todavía está vivo después de media docena de tazas y otra de cañas, puede cruzar María Pita y refugiarse en la calle Troncoso, que viene a ser la estación Termini de esta ruta etílica que atraviesa el corazón de la ciudad. Ya no se puede ir al Tumba, donde una vez vi a un tipo lamer en la barra los restos de un sol y sombra, pero en A Roda todavía te ponen una tapa de tortilla de dos pisos, el Yéboles sigue siendo el Yéboles y en Casa Vega Fernando te despacha una sonrisa y una cerveza helada por la ventana.

Ahora dicen que le van a poner un ascensor a Troncoso. Los niños, mientras suben y bajan por la cuesta con sus bicis y sus patinetes, preguntan muy serios si el ascensor va a ser como el de Charlie y la fábrica de chocolate.