El primer chapuzón en la playa de Oza

Antía Díaz CRÓNICAS CORUÑESAS

A CORUÑA

22 jun 2016 . Actualizado a las 18:19 h.

Dando vueltas para aparcar en Oza ha comenzado la temporada de playa en mi casa. Estreno absoluto para mí, militante de playas abiertas menos cuando me toca ser orzanita. Estaba Oza de bote en bote, familiar, de barrio, relajada, todo al mismo tiempo, todos huyendo de la sombra de los árboles que amenazaba la arena a medida que avanzaba la tarde. Con la orilla llena de críos inmunes al frío ártico del agua y de padres resignados, pasando de un pie a otro mientras suben los hombros tratando de alejar el hielo del cuerpo. Los adolescentes se bañan entre chillidos. Ese primer chapuzón del verano es como la redención de todos los pecados del invierno: se van los malos humos, el cansancio, las prisas, hasta el ruido de la campaña. Todo se escurre por la piel aterida de frío cuando sacas la cabeza del agua, congeladas hasta las ideas, pero feliz como solo se es feliz en verano.

Bañistas en la playa de Oza en una imagen de archivo
Bañistas en la playa de Oza en una imagen de archivo PACO RODRÍGUEZ

Desde el mar, la playa es como un hormiguero de cuerpos al sol. Hay meriendas en el táper, madres a gritos en la orilla pidiendo a los infantes cualquier cosa de esas que te pedía tu madre en la playa y nunca escuchabas. Los chavales juntan las toallas enfrentadas para jugar a las cartas, las hormonas también han salido del modo invernal y gritan, se escurren ellas el pelo mojado en la espalda de ellos. Se improvisa un voleibol y una pachanga de fútbol. El chiringuito huele a hamburguesa y a patatas fritas con mayonesa, se acumulan los pies descalzos de los más pequeños para pedir un helado que sabe a gloria, en este pedazo de arena entre el astillero, el muelle, el sanatorio y Santa Cristina, tan cerca que parece a dos brazadas de distancia.

La fauna que puebla la arena es algo más que cuerpos al sol. Cada playa de la ciudad tiene su propio ecosistema, cada barrio tira a su orilla. Quien ha sido niño en una playa querrá crecer en la misma, porque es la suya. Mi playa, decimos los que tenemos afán de posesión de las cosas que no se pueden guardar pero que son nuestras porque están grabadas a fuego en la memoria de lo que fuimos de niños. En mi playa no pasábamos de veinte personas algunas mañanas. Y si aparecía algún turista lo mirábamos con desconfianza, el ojo entrecerrado por el sol. Cuando los despistados eran locales, el ojo se cerraba más. Con la superioridad moral de quien ya estaba allí, chaval, cuando tú pisabas otras playas, peores y más feas, claro. Mis genes de arenales desiertos llegan a los de la ciudad cargados de prejuicios. Pero los prejuicios, como el invierno, desaparecen con el primer baño. Porque somos felices al sol, porque los niños del barrio gritan, recordando que nuestras son todas las playas en las que alguien nos hace un hueco para la toalla.