Fin de curso: ¿qué hago con los niños?

Alfonso Andrade Lago
Alfonso Andrade CRÓNICAS CORUÑESAS

A CORUÑA

25 jun 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Mi hijo mayor, con dos años, llamaba coquius a los helicópteros y mi hijo pequeño, pilullines a los gorriones del parque. Lois, el crío de mi amiga Elena, vive muy pendiente del empiece y el acabe de las cosas, y ha acuñado además el maravilloso verbo empapelujar, mientras Miguel, el peque de Marta, ha inventado los abroches, que vienen siendo los cierres de los cinturones, y los leyedos, que en su aplastante lógica infantil son los cartelones azules de la autopista, que se leen con facilidad.

Pero yo no estaba allí cuando mi hijo dijo coquius por primera vez ni cuando nacieron los pilullines. Me lo tuvieron que contar. A Elena le explicaron sus suegros lo del empiece y el acabe, y Marta supo de la existencia de los abroches por uno de los monitores del campamento. Se le dibujó en la cara una sonrisa estupenda, pero, pasado un rato, se puso triste al descubrir que era para otros lo que su imaginación había pintado para ella.

El fin de curso arroja a los niños a nuestros brazos durante casi tres meses para que disfruten de su hogar y de sus padres, pero resulta que sus padres no solo no pueden disfrutar de ellos, sino que tienen que empaquetarlos varias semanas en un campamento -los que se lo pueden permitir- o entregárselos sine die a los abuelos por su incapacidad para atenderlos mientras no llega el reparador mes de vacaciones -los que lo tienen-. De manera que esta sociedad absurda que hemos ido modelando desde la premura y el individualismo antifamiliar nos ha hecho esta semana el regalo más delicioso del mundo, pero ni siquiera lo podemos sacar del envoltorio. O desempapelujarlo, que diría Marcos con su entrañable lengua de trapo.

No sé muy bien cómo resolver esta paradoja del tiempo para los hijos que no coincide con el de los padres, así que ahora que las elecciones llaman a la puerta me gustaría trasladar el problema a los que habrán de mandar en España a partir del lunes. Sé que no es tarea fácil, pero no elegimos a nuestros representantes para que solucionen cuestiones banales. En cualquier caso, ahí van algunas pistas por si resultan útiles a los futuros arquitectos de nuestra felicidad: el permiso de maternidad en Suecia no es de 16 semanas, sino de 16 meses; la conciliación, una prioridad buscada, y las vacaciones, un reparto racional del tiempo libre a lo largo del año.

Porque queremos que los padres estén presentes cuando la pequeña Alicia explique la caducación de los yogures, cuando Ainhoa esté a punto de calorar, cuando Ana acaricie los pélitos de las flores y se asombre con el vuelo de los aberrojos a pesar de que son amarillos. Y aunque es probable que esta petición a las altas instancias caiga en saco roto, creo que nada se pierde por intentarlo, pues como diría mi hijo pequeño, más vale precavir que lamentar.