Enormes pintadas y un solar en ruinas dañan un espacio histórico

Montse Carneiro A CORUÑA / LA VOZ

A CORUÑA

PACO RODRÍGUEZ

El área arqueológica de San Francisco está rodeada de sillares pintarrajeados y una finca de Defensa cubierta de maleza

27 feb 2017 . Actualizado a las 08:45 h.

A primera vista hay tantas huellas de personas en el corredor que une la Fundación Seoane y los jardines de la Maestranza a través de lo que fue el adarve de la muralla que por sí solas explican muchos movimientos de este espacio transitado hacia las consultas del Abente y Lago, el edificio del Rectorado o el dique de abrigo, entre infinitos posibles destinos. Hace días llamaban la atención descalabros como un cartel de una obra de Creus y Carrasco tumbado en la hierba, una palangana azul entre la maleza del solar abandonado por Defensa, innumerables colillas, preservativos, luminarias rotas, una piedra al pie de un árbol dedicado a una Lucía y por todos lados pintadas, algunas gigantes como las de los muros de la Seoane, otras casi escondidas sobre los viejos sillares del Museo Militar, dentro del área acotada con los restos arqueológicos del convento de San Francisco del siglo XIII, y otras en vías de camuflar el cañón Vickers de 1923 que apunta a Mera y recuerda que la Maestranza era de artillería. Así y todo, el jardín es un lugar primoroso en pleno reventón primaveral con mantos de césped y ciruelos japoneses a punto de florecer, chopos, pinos carrascos, cerezos, sauces llorones colgando sobre los veleros del Náutico.

Manuel Torres viene a menudo desde Silván, una pequeña parroquia de Coristanco que llegó a contar seis granjas de vacas y hoy es todo patatas -«como a peste chegue alí acabouse»-, y tiene por costumbre aparcar en la explanada del Oceanográfico para remontar desde allí la cuesta que lleva al médico. El jardín es el camino natural. Es el más corto y el hombre se mueve con dificultad. Al rodear la excavación de San Francisco, en el último trecho antes del hospital, aparecen los obstáculos. Vallas, desperdicios y conductores abusadores cercan el legado de Luis Seoane.

Un trabajador de la Fundación explica los desbarajustes que se forman cuando toca vaciar el contenedor de papel y un coche bloquea la salida de emergencia y los que se formaban cuando aún no habían colocado la barra que impide la entrada al callejón posterior y alguien, maniobrando, podía hacer añicos la enorme cristalera que se abre al fondo del patio (de armas cuando el edificio era cuartel). En ese callejón se refugian ahora los trabajadores del hospital para hacer una llamada o fumar un cigarrito y los gatos que asoman entre la hierba alta de la parcela donde antes vivían los militares. «Podían haber hecho un aparcamiento dentro del edificio en lugar de derribarlo», comentó una trabajadora del hospital. 

El botellón

Otra historia es la del botellón que recuerda el hombre de la Seoane. Llegó atraído por las lámparas de suelo que alumbraban los corredores perimetrales del edificio y durante meses reunió a centenares de chavales de fiesta semanal. Hasta que destrozaron las lámparas, quedaron a oscuras y como habían llegado se fueron. «Cuando hablaron de reponerlas, yo ya dije: ‘No, dejadlas así que si las arregláis estos vuelven».