Los gatos místicos de doña Emilia

Luís Pousa Rodríguez
Luís Pousa CRÓNICAS CORUÑESAS

A CORUÑA

28 mar 2017 . Actualizado a las 19:16 h.

Los escritores con gato son diferentes a todos los demás.

Tenía gato Mark Twain, que decía que cuando le presentaban a alguien lo único que le interesaba averiguar era si a esa persona le gustaban los gatos, porque entonces ya no necesitaba saber nada más. Por eso escribió libros como Las aventuras de Huckleberry Finn.

A CORUÑA
ESTATUA DE EMILIA PARDO BAZAN CON UN RAMO DE FLORES
A CORUÑA ESTATUA DE EMILIA PARDO BAZAN CON UN RAMO DE FLORES

También adoraba los gatos Julio Cortázar, al que vemos en las fotos con los mininos trepándole por los hombros. Siempre he pensado que el protagonista de su Discurso del oso, la historia de ese animal que viaja por las cañerías de las casas para velar el sueño de los humanos, no es en realidad un oso, sino un felino. Aunque lo cierto es que a los gatos no les gusta zambullirse en las cisternas de las azoteas. Ni siquiera en verano, con el agua picoteada de estrellas.

Otro escritor que amaba París y los gatos era Georges Perec. Un Perec en blanco y negro invadido por felinos equilibristas que subían por su barba a ver si escondía allí las instrucciones de uso de la vida.

Claudia Piñeiro, gallega de Buenos Aires y argentina de Porto do Son y Ourense, tiene dos siameses: Jack Jack y Atenea. Y por eso le salen unas novelas negras que no son negras del todo, sino unos thrillers sutiles donde nunca se sabe por dónde va a asomar el desasosiego.

Carlos Casares no es que fuese un escritor con gato, es que convirtió a su gato Samuel en todo un género literario y periodístico. El columnismo gallego ya no volvió a ser el mismo después de Samuel.

Los escritores con gato tienen una mirada diferente, que tatúa la realidad en las páginas con una aparente sencillez que no tiene nada de sencilla, porque detrás de la prosa está el mundo entero. Eso también lo sabía Emilia Pardo Bazán, que desde el número 11 de la calle Tabernas nos contó su tiempo y se anticipó en tantas cosas a los años futuros. A doña Emilia la vemos, en una imagen de 1916, sentada en un salón con mucho cortinaje y mucho mueble francés, acariciando un gato que ronronea. Sabemos que el gato ronronea porque se deja acariciar y sacar la foto. Si no ronronease, la escritora estaría acariciando el aire o, como mucho, el lomo del nuevo siglo.

Cuando se cruzaba cartas de amor con Galdós, doña Emilia le llamaba «miquiño mío», que es lo que las señoras de los pazos susurran a sus gatos para darles mimos. Pardo Bazán era la bondadosa madre superiora de todos los gatos que ya entonces deambulaban por la Ciudad Vieja, su Ciudad Alta. Lo explica en De mi tierra, donde habla de los místicos gatos que tomaban el sol en el atrio de la iglesia de Santiago.

Me gusta pensar, cuando veo a los felinos remolonear por la calle Herrerías o el jardín de San Carlos, que son los bisnietos o tataranietos de aquellos gatos místicos y algo zascandiles de Emilia Pardo Bazán.