Cuando íbamos a llamar a San Andrés

Sandra Faginas Souto
Sandra Faginas CRÓNICAS CORUÑESAS

A CORUÑA

11 may 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Seguro que de memoria aún recuerdan un montón de teléfonos fijos que hoy no usan. Que no han vuelto a marcar, pero que se han quedado ahí retenidos en una parte de nuestra cabeza: los seis dígitos de cuando aún no había prefijo interno, y los teléfonos empezaban por el 20, el 23, el 25, el 24... en función de la zona en la que vivieses en Coruña. El número de tu tía, de tu amiga del cole, de aquel novio que tuviste en COU...

Hoy que nos ponemos nerviosísimos al segundo en que no recibimos respuesta o que no soportamos un día negro en el que se cae el WhatsApp, resulta difícil imaginar cómo vivíamos cuando no había teléfono en casa. O aquellos años en que solo teníamos el fijo y pasábamos horas, días, o meses incomunicados y nos daba igual. El tiempo en que los sábados por la tarde te atrevías a coger una moneda de 25 pesetas y meterla en una cabina (qué cosa tan antigua) con un montón de amigas solo para llamar a un chico de clase y escuchar al otro lado «Diga, diga». Era la época en que te quedabas literalmente colgado, porque de repente te veías sin dinero suelto para seguir la conversación desde la calle y no había más que hacer.

¿Recuerdan una cabina en concreto? Tal vez la de Juan Flórez, enfrente de Cortefiel, la de al lado del Colón, la de Modesta Goicouría (esa aún funciona, pero solo como parada de taxis).

Qué lejos nos queda aquello de marcar el disco, darle vueltas para conectar y qué revolución supuso que en casa llegara el supletorio. Aunque fuese para comprobar que tu hermano no te estaba espiando las conversaciones desde otra habitación. A dos voces, a tres o a cuatro eran aquellas llamadas que había que hacer desde la central de San Andrés, cuando en muchas viviendas en Coruña aún no había llegado el teléfono y no existía la torre del Montiño y la gente se veía obligada a desplazarse hasta allí para conseguir hablar. Me lo contaban el otro día dos de sus empleadas, Emma y María José, que serán el próximo sábado protagonistas de un reportaje de YES, como las auténticas chicas del cable. Ellas eran las encargadas de dar paso a la infinidad de conferencias que se ponían en ese edificio, donde también se formaban largas colas para poder comunicar. Esperas interminables, horas, días incluso hasta conseguir hablar. Escuchar la voz de alguien querido a kilómetros de distancia era una especie de milagro que se aplaudía alargando la conversación lo que se podía o con la precisión del lenguaje exacto. Las palabras tenían un precio, un coste no solo emocional. Por eso personas como mi abuelo cada vez que a las once de la mañana llamaba a su casa solo decía una: «Voy». Y mi abuela ya le ponía el café. Eran otros tiempos. Esos en los que aún te despedías sin decir adiós. «Cuelga tú», «no, cuelga tú».