Un impuesto sobre las comparsas

Xosé Alfeirán

A CORUÑA CIUDAD

ALBERTO MARTI VILLARDEFRANCOS

La tasa fue creada en el año 1902 por el Ayuntamiento y había que pagarla para poder recorrer las calles de la ciudad

27 feb 2017 . Actualizado a las 23:37 h.

El carnaval estaba en decadencia. Eso decían las gentes de orden y la prensa. Las críticas eran constantes, presionando a las autoridades para que tomasen medidas y acabasen con ciertas costumbres carnavalescas que, según su entender, no se correspondían con la cultura civilizada que se esperaba de una ciudad moderna como era A Coruña a comienzos del siglo XX. Dos eran los rasgos dominantes de ese carnaval popular y callejero objeto de reproches.

Las «máscaras de polvo», también llamadas «de escoba» o «sucias» constituían la nota clásica, desde tiempo inmemorial, de los carnavales coruñeses. Los modelos se repetían todos los años: los que «van de crítica» con levita y chistera, los hombres vestidos de mujeres, con la variante de «señora en meses mayores» a punto de parir, las vendedoras de sardinas berreando, los tipos populares, como chulos, toreros, labriegos, tunos…, el especial de oso pardo moviéndose al son de la pandereta que tocaba su amo, y la mayoría disfrazada con sábanas, colchas o enaguas viejas. Eran los disfraces de las clases populares coruñesas.

Duro contraste con las mascaritas finas y los atavíos de raso de la burguesía. Podían ir solas por las calles o formar parte de comparsas que se paraban a cantar, en tabernas y esquinas, coplas alusivas y críticas sobre los sucesos vividos en la ciudad durante ese año. Y entre todos los copleros del ferrete coruñés de esos años destacaba, como autor y creador de comparsas, Mazaricos, sobrenombre de Emilio Golpe, de profesión pintor, muy apreciado y respetado por su ingenio.

Bromitas con castañas

El otro rasgo que convertía la calle Real, y otras del centro, en zona peligrosa para pasear o cruzar durante los días del carnaval eran las bromitas. En estos años consistentes en sufrir algún que otro jeringazo de agua, o el impacto de castañas y habichuelas, o el susto provocado por la explosión de los «torpedos», petardos que hacían un ruido atronador y arrojaban chispas incendiarias. Además, había un elemento omnipresente: el confeti. Arrojado a la cara, por todos y desde todos los lugares posibles, en cantidades ingentes, de colores mezclados o de un solo color, era el protagonista de las «batallas». Nadie quedaba a salvo. No hería, pero incomodaba y tapizaba las calles formando un barrillo que después era reutilizado y arrojado a todo cuanto pasaba por ellas, manchando rostros y ropas.

Algo había que hacer, pensaron en el Ayuntamiento. El 5 de febrero de 1902 publicaron un bando por el que se prohibía la circulación de máscaras desde el anochecer, arrojar objetos, emplear confeti de varios colores mezclados, recoger del suelo el ya utilizado, y usar disfraces que ridiculizasen a las autoridades y ofendiesen a la religión. Además, se establecía un nuevo impuesto sobre las comparsas: si querían salir por las calles debían pagar. Si el grupo era inferior a 25 personas, 15 pesetas por los tres días, si era superior, 25 pesetas; también pagarían los puestos de confeti. Poca efectividad tuvo ese año, pero sentó un precedente que iría acentuando en los siguientes las prohibiciones sobre el carnaval callejero.

«Las ‘máscaras de polvo’ o ‘de escoba’ eran la nota clásica de los carnavales coruñeses»