«Dejé mi corazón aquí»

R. D. Seoane A CORUÑA / LA VOZ

A CORUÑA CIUDAD

CESAR QUIAN

El conserje del Hotel de Pacientes del Chuac se jubila tras cuatro décadas acompañando a los enfermos

26 jun 2017 . Actualizado a las 16:34 h.

Nadie lo conoce por Manuel Santos Bermúdez (A Coruña, 1952) y pocos pueden presumir de dar nombre a un hotel. Porque al Hotel de Pacientes del Chuac muchos le llaman Hotel-lete. El culpable por asimilación es, claro está, Lete, Manuel Santos, que después de cuatro décadas en el hospital se va. «No te creas que lo llevo demasiado bien», confiesa este hombre recién jubilado que ha hecho del trabajo su vida y de su vida un gran trabajo.

A los 11 años ya lo hacía en Helvetia, la joyería recientemente desaparecida, hasta que la mili lo llevó a Ferrol. Allí opositó a celador y tras dos años en el Arquitecto Marcide, pidió el cambio a A Coruña. Corría 1977 y en el entonces Juan Canalejo trabajó primero en Urgencias hasta que un accidente laboral -le cayó un armario de acero encima-, lo dejó 14 meses inhabilitado. «Tuve que volver a aprender a caminar», recuerda de un suceso que lo metió de urgencia ocho horas en un quirófano a riesgo de que «se me secase la médula». «Ya no aguantaba más y pedí el alta voluntaria, me estaba poniendo de los nervios», explica. Era el año del Mundial, 1982, y así, con su corsé ortopédico, fue a parar al edificio que sería su casa durante más de tres décadas. «Me quedé en la Escuela de Enfermería, que entonces estaba aquí, hasta que en 1993 se abrió el Hotel de Pacientes, el primero de Europa, no había nada parecido», enfatiza.

Fueron años en los que «hacíamos de todo, si había una fuga, allá iba y ponía un remiendo, abría las puertas, atendía las peticiones de los enfermos...». En esos inicios llegó Jonathan, un bebé de apenas meses trasladado desde Jaén para ser intervenido de un angioma. «Aprendió a andar aquí, yo le daba unos lápices y ahí se pasaba todo el día garabateando», recuerda de un pequeño con el que todavía hoy, ya un hombre hecho y derecho, sigue manteniendo el contacto.

Porque eso, la cercanía, es lo de Lete. «Siempre fui un enamorado del hotel, creo que hicimos muy buena labor y me queda todo: el trato con los pacientes, y toda esta gente, mis compañeros, que son estupendos. Estar, charlar, ayudarles... El fin de semana hacías de celador y de confesor», bromea. No olvida que «nunca te acostumbras» a cuando las cosas no van bien. Le sucedió con algunos enfermos de oncología. «Pero también hubo muchas satisfacciones -tercia rápidamente- ¿Sabes lo que es ver a gente que le sacan 13 litros de líquido, le trasplantan de hígado y parece otra persona?». Algunos de ellos siguen siendo sus amigos.

Ha vivido mucha historia local, como por ejemplo el primer trasplante de corazón, y también el aprieto de ver aparecer por la puerta a Christian Barnard, el cirujano que en Sudáfrica había hecho por primera vez en el mundo esa operación: «Llegó antes de tiempo, no había nadie y claro, ¡solo hablaba inglés!»

Al margen del papeleo habitual de la recepción y el acompañamiento de los enfermos a pruebas, Lete no dudaba en dar un poco más. Como cuando al hotel llegó un paciente amputado que no podía ducharse solo. «Una de aquellas mañanas que entré a echarle una mano, el señor fue a por un calcetín ¡y sacó 5.000 pesetas!. Le compré un chándal, calcetines... estaba solo en el mundo y al final le buscamos una residencia».

Anécdotas, muchas, entre ellas la del señor que confundió la medicación y acabó ingiriendo un enema. Y recuerdos agradables, más, como el libro de su vida hecho por la hija de un enfermo de cáncer. «Es muy difícil catalogar cuál te marca más», dice antes de acordarse del día que encontró las notas de despedida de un paciente. «Lo busqué por todas partes por si hacía una tontería... Estaba en el karaoke de la avenida de Finisterre». Pasado el tiempo, volvió de nuevo al hospital y falleció. «El entierro lo pagaron enfermeras», cuenta Lete.

Algunos adioses y muchos holas ha repartido desde la recepción, por donde ha visto pasar «pocos niños, pero bastantes mamás que tienen a sus bebés en neonatos y bajan a darles de mamar». Alegrías y tristezas. Y viceversa. De todos se lleva algo ahora en esa despedida a medias de Lete, que continúa pasando a diario por su segunda casa «aprovechando que traigo a mi mujer a trabajar». «Doy gracias a Dios por haber estado aquí en el hotel», dice y no se ruboriza por declararse: «Lo quieres porque tú tienes tu parte en él, algo hiciste, algún granito de arena pusimos... Dejé mi corazón aquí. Estoy orgullosísimo de haber estado en un trabajo que me gustaba, con gente que me gustaba y ayudando».

«Estoy orgullosísimo de haber estado en un trabajo que me gustaba y ayudando a la gente»