El alcalde gastrónomo

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

A CORUÑA CIUDAD

ED

09 jul 2017 . Actualizado a las 08:25 h.

Esta semana se cumplieron los cien años de la llegada a la alcaldía de Manuel María Puga y Parga, más conocido como Picadillo, y me parece una ocasión tan buen como cualquier otra para recordar al que fue, si no necesariamente el mejor alcalde de A Coruña, sí al menos el mejor alimentado.

Quizá demasiado. Picadillo llegó a pesar más de doscientos setenta kilos, según estimaciones a ojo, porque no había romana que permitiese saberlo con certeza. Según propia confesión, ya con ocho años pesaba setenta y cinco, de lo que él responsabilizaba al entusiasmo de una nodriza. Esa gordura le salvó la vida durante un viaje a Cuba, cuando un duelo en el que se había metido tuvo que suspenderse, no tanto porque su peso le hacía menos ágil como porque su superficie le convertía en un blanco demasiado fácil. Hasta se puede decir que Picadillo cambió la escala de lo que se entendía en Galicia por estar gordo, y así, cuando un circo alemán desplegó sus carpas en A Coruña, pretendiendo exhibir al «hombre más gordo del mundo», los paisanos salían decepcionados. «Pero Manolo Puga está moito máis gordo» decían. «E non hai que pagar por velo... ».

Como gastrónomo, ya se sabe que Picadillo fue el autor de, entre otros, ese sólido volumen que es La cocina práctica -un título apropiado, porque, efectivamente, para él la cocina no fue nunca una fría teoría-. Su vida política, en cambio, tuvo menos peso específico; pero precisamente por eso es digna de recuerdo: por lo poco que duró. Fue alcalde dos veces, la primera de forma accidental, la segunda de forma accidentada, y esta segunda es la más memorable.

Como su padre, el ilustre jurista Luciano Puga, que defendió a Curros Enríquez en su célebre juicio por blasfemia, Picadillo pertenecía al Partido Conservador. Se dice que Cánovas del Castillo, en una visita al pazo familiar de los Puga en Arteixo, le había tomado cariño a aquel niño que se comía a escondidas lo que los mayores dejaban en el plato, y le encontró un empleo en Madrid. Pero a Cánovas lo mató un anarquista a tiros y Picadillo se volvió a Galicia a ejercer de juez. En estos años se hizo concejal y llegó a sustituir brevemente al alcalde, pero su verdadera oportunidad llegó cuando los conservadores volvieron al Gobierno en 1917 de la mano de Eduardo Dato, que era coruñés de nacimiento. Entonces los alcaldes los elegía a dedo el Gobierno y el fino índice de Dato se posó sobre el amplio ombligo de Picadillo.

Esto fue un 5 de julio. El 13 de agosto estalló la huelga general revolucionaria de aquel año, que en todas partes fue un pulso violento entre sindicatos y policía. Salvo en A Coruña, donde Picadillo no dio ninguna orden a las fuerzas de orden público y se fue a comer filloas. Esto le convirtió en el héroe de los obreros, que le hicieron un homenaje público, pero llevó a su cese fulminante por Dato. A este también, con el tiempo, lo mataron unos anarquistas -era una causa de muerte habitual entre jefes de Gobierno en aquellos tiempos-.

El gran Michel de Montaigne, que también fue gastrónomo y alcalde -de Burdeos-, dedicó sus años de retiro a levantar el gran edificio de reflexión filosófica de sus ensayos. A uno le parece que Picadillo hubiese podido ser nuestro Montaigne gallego, con su estilo escéptico, humano, lacónico -no en el sentido de taciturno, sino en el sentido de lo que acompaña a los grelos-. Desgraciadamente, murió al año siguiente con tan solo 44 años, una más de los 50 millones de víctimas de la terrible gripe del 18.

Embutir su cuerpo en el féretro y trasladarlo de A Coruña a su pazo de Anzobre fue toda una proeza de ingeniería, presenciada respetuosamente por largas filas de vecinos, curiosos por la leyenda del hombre que había sido más gordo que el hombre más gordo del mundo.

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