La navaja

José Varela FAÍSCAS

IRIXOA

06 nov 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

El extravío casual de una Opinel de acero inoxidable descompuso súbitamente el almacén de mis recuerdos. Las navajas siempre fueron para mí, ejem, como para Borges los espejos: fascinantes. En la niñez no me adueñaba cabalmente del verano hasta que se producían dos hechos capitales. El primero, gatear para hacerme con las cerezas castellanas que pendían como guirnaldas de un gran frutal en medio de uno de los prados aledaños al lugar de Midoi, la casa matricial de mi madre, en A Viña, Irixoa (había otro cerezo de frutos más dulces, al fondo del pastizal, pero daba a una congostra profunda; palabras mayores). El segundo, la compra de una navajita de cachas de madera terminadas en un arete de hojalata, que me acompañaría durante meses. Cómo, si no, aplicarme a la ciclópea tarea de dar forma a los costados, amuras y quillas de los cascos de los veleros que luego surcarían las jabonosas aguas del pilón de la fuente de Ínsua; preparar las gayas de aligustre para los tirabalas; hélices para veletas; desbastar las varas de acacia para los arcos; molinillos de cañas de bambú para hacer girar en los arroyos; en fin, los trabajos esenciales. Ya no sabré cuándo ni cómo me quedaba sin la faca, pero lo cierto es que cada verano necesitaba una y la hallaba en uno de los toldos que se armaban en el campo de la feria de A Viña los días 6, 15 y 24 de cada mes. Siempre tuve mi herramienta con buen filo, y años más tarde, de adolescente, aprendí lo que es una metáfora en una expresión de Baden Powell, el fundador de los boy scouts, que nos conminaba a «mantener la navaja bien afilada» como epítome de disposición presta para cualquier contingencia. Dichosa Opinel.