El cine de la maldad irrumpe en Cannes de la mano de Haneke y Lanthimos

José luis losa CANNES / E. LA VOZ

CULTURA

ANNE-CHRISTINE POUJOULAT | AFP

El brutal filme del griego, «The Killing of a Sacred Deer», una de las tres apariciones de Nicole Kidman en el festival

23 may 2017 . Actualizado a las 07:30 h.

Son Michael Haneke y Yorgos Lanthimos dos instigadores brutales del cine sobre la maldad. Sus cosmogonías se alimentan de una indagación de la insania de la naturaleza humana hasta límites extremos. Y esta radicalidad, concentrada en el mismo día de proyección, convirtió la pantalla de este festival en una exacerbación de eso que ahora mola definir como sacar a uno de su zona de confort, lo mismo que en otra jerga anterior resumíamos en generar muy mal rollo. Una doble sesión de Haneke y Lanthimos es lo que en las infancias de barracas de feria se llamaría comprar un abono de tarde completa para el tren de la bruja.

Es verdad que en esta ocasión la propuesta del austríaco, Happy End, parece casi Qué bello es vivir al lado de la del griego, quien en The Killing of a Sacred Deer sobrepasa cualquier barrera imaginable dentro del cine de la crueldad. Pero ambos son muy reconocibles en sus fijaciones en torno a esa citada semilla del mal. En Happy End, Haneke vuelve sobre las deformidades morales de su fea alta burguesía, una familia presidida por Jean-Louis Trintignant y que guarda más de un cadáver en el armario, uno de ellos el de la misma esposa de este, cuyo personaje vuelve a estrangular para evitarle la agonía, un link gratuito del director con la anterior Amour. En realidad, más asesina que Trintignant resulta su joven nieta, quien comienza envenenando a su hámster y ya no para de rodar. Pero el Haneke de Happy End posee bajo perfil. Un guion con caracteres desdibujados, como el de Isabelle Huppert, y una oportunista introducción con calzador en su tramo final de una tropa de refugiados, invitados de piedra a la boda de la plutocracia, todo para que el filme, que no lo es en absoluto, suene algo a compromiso político.

Con todo, posee la película dos secuencias portentosas, ambas con el venerado Trintignant implorando que alguien le dé una buena muerte. Ese travelling del actor por las aceras de Calais y, sobre todo, el plano de su búsqueda del mar como bel morir hacen crecer la media hora final de Happy End.

El Lanthimos de The Killing of a Sacred Deer deja aún menos espacio para la salvación que la distopía que su precedente, Langosta. Como en un entreverado enfermo de George Orwell, Kafka y J.G. Ballard, Colin Farrell y Nicole Kidman reciben la visita del rencor: el hijo de un paciente de Farrell irrumpe en la vida impoluta de estos otros burgueses y les inyecta la carcoma: el germen de una maldición que postra en la agonía a los hijos de la pareja.

La idea del ojo por ojo, del tributo de libra de carne cercana al corazón, la sirve Lanthimos con su hipnótica e impía capacidad para ir deshumanizando a sus seres en su proceso de degradación, como entomólogo del horror. Pero la precisión de cirujano en ese descabello de la realidad rumbo a la pesadilla, la que lucía en Langosta o Canino, la pierde aquí a medida que carga el bisturí. Y la apoteosis final de la sangre, con su saturnal de hijos sacrificiales, se le va de las manos y lleva a Yorgos Lanthimos a perder pie y a patinar justo cuando la hasta entonces muy brillante The Killing of a Sacred Deer debería anclarnos en el espanto.