Talking Heads vuelve a brillar en los cines 40 años después

Javier Becerra
Javier Becerra REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

David Byrne en el filme, vestido con su traje gigante inspirado en el teatro «noh» japonés.
David Byrne en el filme, vestido con su traje gigante inspirado en el teatro «noh» japonés. .

Las salas acogen estos días la versión restaurada de «Stop Making Sense», una de las filmaciones de concierto más importantes de la historia

13 mar 2024 . Actualizado a las 08:21 h.

Siete años antes de tocar la cima del reconocimiento con El silencio de los corderos (1991), Jonathan Demme registró con Stop Making Sense (1984) una de las filmaciones de conciertos más míticas de la historia. Recogía a Talking Heads en estado de gracia, mostrando su híbrido de pop, funk y músicas africanas con una propuesta escénica rompedora. La semana pasada llegó a los cines en una versión restaurada. Un retorno que estuvo precedido de un preestreno en seis ciudades españolas. A Coruña, con los comentarios de Nuno Pico (Grande Amore) y los periodistas Andrea Villa y Ángel Suanzes, fue una de ellas.

Ese retorno contemplado en la gran pantalla y con el sonido circundando al espectador, que normalmente digiere estos contenidos en YouTube, apabulla. Manifiesta, desde el arranque —con David Byrne interpretando Psycho Killer con la acústica y una caja de ritmos Roland TR-808 oculta tras un radiocasete de atrezo— lo tremendamente vigente que resulta todo en la actualidad. Tanto a nivel estético como a nivel sonoro, lo recogido en esas cuatro actuaciones celebradas en el Pantages Theatre de Hollywood en diciembre de 1983 aparece ante los ojos del 2024 cargado de modernidad. Podría tratarse de un concierto actual sin ninguna nota que lo reubique en el tiempo.

En aquel entonces, Talking Heads empezaba a dejar de ser un grupo de culto para dar el salto a la popularidad con el disco Speaking in Tongues (1983) y el single Burning Down the House, su mayor éxito. Jonathan Demme los había visto en directo, enamorándose de la propuesta, especialmente del magnetismo escénico de Byrne. Lo explotó en la cinta, porque, de una manera sencilla, el cantante logra siempre cautivar. Con sus tambaleos al son de las percusiones, sus carreras sobre la carretera funk y sus bailes estilo charlestón cuando la música se convierte en puro confeti sonoro.

En el primer tramo del filme, la banda se va creando sobre la marcha. En el escenario desnudo, donde solamente actúa Byrne, se va sumando poco a poco el resto de la banda: la carismática bajista Tina Weymouth, el batería Chris Frantz y el guitarrista Jerry Harrison. A ellos se añaden las coristas Lynn Mabry y Edna Holt, el teclista Bernie Worrell, el percusionista Steve Scales y el vibrante guitarrista Alex Weir. Llegando a la mitad de la película, logran juntos la alquimia de una formación excepcional en un momento cumbre. Y ahí las butacas del cine se quedan rígidas para unos espectadores a los que se les van los pies y, en ocasiones, terminan aplaudiendo y bailando como si de un concierto real se tratase. No ocurrió esto último en el preestreno coruñés, pero hay numerosos vídeos en redes sociales de euforia en salas americanas.

Entra dentro de lo previsible. Entregarse a los primeros planos de esos rostros fundidos en el sonido. Abrazarse al Byrne con su icónico traje de yuppie XXL inspirado en el teatro noh japonés. Y sentirse totalmente abducido por una propuesta que, de pronto, recuerda a tantísimas cosas que vinieron después en la música en vivo. Pero, por encima de todo, se encuentra una energía desbordante registrada sin que se pierda un miligramo de emoción.