Joaquín Aguirre, el viejo juez maldito para el catalanismo

Melchor Saiz-Pardo MADRID / COLPISA

ESPAÑA

El juez del Juzgado de Instrucción número 1 de Barcelona, Joaquín Aguirre, en una imagen de archivo.
El juez del Juzgado de Instrucción número 1 de Barcelona, Joaquín Aguirre, en una imagen de archivo. Toni Albir

Sus acusaciones contra Puigdemont, que rayan con la alta traición, por sus contactos con el Kremlin le devuelven al centro de la una diana en la que ya lleva décadas

05 feb 2024 . Actualizado a las 10:29 h.

 Para el juez Joaquín Aguirre, el más veterano de los que ejercen en Barcelona, lo de que el catalanismo le acuse, de forma más o menos velada, de ser uno de los máximos exponentes de lo que ahora llaman lawfare no es nada nuevo. Viene casi desde finales del siglo pasado. Lo que sí es más novedoso es que ahora el independentismo ataque a este curtidísimo magistrado nacido en Canarias en 1958 al grito de «prevaricador» desde la tribuna del Congreso de los Diputados por poner negro sobre blanco las relaciones de Carles Puigdemont con el Kremlin en vísperas de la votación de la ley de amnistía.

No cabe duda de que las nuevas invectivas recibidas esta semana le han situado en el olimpo de los magistrados malditos del secesionismo, en el altar de otros dioses togados tan odiados como Manuel Marchena, Pablo Llarena o Manuel García Castellón. Pero también es verdad que los más de 35 años de Aguirre al frente del Juzgado de Instrucción número 1 de Barcelona, plagados de claroscuros, han estado casi siempre bajo el foco mediático. Aunque probablemente nunca tanto como esta vez, cuando su nombre ha resonado en todas las redacciones nacionales y europeas después de que llegara a lanzar acusaciones rayanas con la alta traición contra Puigdemont por sus contactos en el 2017 con los servicios secretos de Moscú, además de con dirigentes de la ultraderecha alemana e italiana, en busca supuestamente de apoyos económicos y militares para el procés. Y ello a sabiendas de que entraba de lleno en la estrategia de Vladímir Putin de utilizar Cataluña para «desestabilizar» la UE.

La decisión del juez, cuando menos poco ortodoxa, de revelar detalles de esos contactos con supuestos agentes secretos rusos en una entrevista en una televisión alemana ha ayudado —y mucho— a amplificar internacionalmente todavía más esas acusaciones contra el expresidente. Pero lo cierto es que antes del demoledor auto contra Puigdemont y su aparición en la cadena germana ARD, Aguirre ya era considerado un adalid de anticatalanismo por los círculos más radicales, sobre todo a raíz del fortísimo empujón que imprimió a la instrucción del caso Negreira, sobre la presunta corrupción arbitral a favor del FC Barcelona, cuando el pasado 30 de junio se hizo cargo de esta investigación una vez se marchó la profesional de refuerzo de su juzgado que hasta entonces había llevado la causa. En cuanto Aguirre tomó las riendas, el sumario dio un giro radical, imputando al propio club catalán y a Joan Laporta, icono del secesionismo en el deporte, y abriendo una pieza para investigar los supuestos sobornos pagados por el Barça.

Sus amigos y defensores aplauden su audacia y su determinación de no arredarse ante los poderosos. No tuvo miedo —recuerdan— cuando en uno de sus primeros casos en Barcelona destapó un enorme fraude para evitar la mili en el que estaban involucradas algunas de las familias más acomodadas de la Ciudad Condal, muchas de ellas en la esfera de CiU, que pagaron cantidades millonarias para evitar que sus hijos tuvieran que hacer el servicio militar obligatorio que ya entonces daba sus últimos coletazos.

Tampoco se arrugó —añaden— cuando puso en su punto de mira al entonces todopoderoso empresario Javier de la Rosa por haberse apropiado de 68 millones de euros de accionistas del proyecto de Grand Tibidabo entre los años 1991 y 1994. La estrecha y oscura relación de De la Rosa y Jordi Pujol no le apartó nunca de su objetivo de conseguir una condena para el empresario, tal y como logró, ni de encarcelarle en 1994. Tampoco le tembló el pulso al imputar en este mismo sumario a Manuel Prado y Colón de Carvajal, íntimo amigo de Juan Carlos I.

Pero no todo han sido éxito. Sus enemigos le echan en cara que eterniza sin motivo las instrucciones. De hecho, el caso sobre la supuesta injerencia rusa deriva en realidad de una causa de corrupción de cargos de Convergència en la Diputación de Barcelona abierta en el 2016 y cuyos imputados no tienen ni fecha para sentarse en el banquillo. En los medios judiciales barceloneses todavía no tienen para olvidar la «catastrófica» y «estrambótica» instrucción de otro de sus sumarios más mediáticos, el 'caso Macedonia', sobre una presunta red corrupta de confidentes policiales destapada en el 2010. Aquella investigación, después de casi 13 años de aturullada instrucción, acabó con todos los agentes involucrados (mossos, guardias civiles y agentes de la Policía Nacional) y sus confidentes exonerados y con los 'narcos' condenados a mínimas penas pactadas con la Fiscalía que les permitieron esquivar la cárcel.

Como «un cencerro» y Villarejo

En el marco de ese sumario, Aguirre ordenó una de las actuaciones más controvertidas de su carrera: un aparatoso registro el 16 de julio del 2012 en la sede central de los Mossos d'Esquadra, el complejo policial Egara, en Sabadell, para llevarse las grabaciones de la entonces muy reputada División de Investigación Criminal, al mando entonces del intendente Josep Lluís Trapero, quien se convertiría en un rostro popular por la investigación de los atentados yihadistas del 17-A y durante los momentos más críticos del procés.

Aquel sonoro allanamiento se saldó con más ruido que nueces. Y no solo eso, sino que acabó solo meses después como una acción de referencia para la denominada policía patriótica, la camarilla policial creada en el seno del Ministerio del Interior que dirigía Jorge Fernández Díaz para actuar contra rivales políticos. En una conversación en octubre de 2013 entre Villarejo y uno de sus hombres de confianza, el comisario en jefe de la Unidad de Asuntos Internos, Marcelino Martín Blas, este le aseguró que Aguirre estaba como «un cencerro» y que se «empecina en cosas que son imposibles» como el registro del cuartel de los agentes catalanes; a lo que Villarejo le respondió que, más allá de las rarezas del instructor, «hay que decirle que sí para joder a los Mossos», al tiempo que se felicitó porque en el allanamiento se había registrado «todo el sistema de los Mossos». «¡Qué más quieres!», exclamó Villarejo, mientras recomendaba al cabecilla de la policía patriótica ser compresivo con las peticiones del juez Aguirre porque «nos interesa».

Esas dos palabras todavía resuenan en el imaginario independentista cada vez que sale a la palestra cualquier resolución del titular del Juzgado de Instrucción 1 de Barcelona, enemigo íntimo de Trapero. Un Trapero al que, sin embargo, nunca llegó a imputar