100 años de la Ley Seca: fracaso total

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La famosa Ley Seca de Estados Unidos se estaba gestando ahora hace cien años: en 1933, cuando el Congreso decidió finalmente derogarla, el panorama era desolador: 30.000 gángsteres en la cárcel y más consumo de alcohol. Solo el cine salió ganando.

05 dic 2016 . Actualizado a las 17:40 h.

Vito Corleone, ese personaje de ficción tan real creado por Mario Puzzo, dejó la importación de aceites para dedicarse al transporte ilegal de alcohol durante La Prohibición. Así comenzó a forjar su imperio aquel mafioso tan parecido a Marlo Brando y todos sabemos como sigue la historia. La Ley Seca de Estados Unidos, que entró totalmente en vigor en 1920 -en 1917 el Congreso aprobó una resolución a favor de una enmienda- y se prolongó ya de forma agonizante hasta 1933 fue un fracaso absoluto. Se calcula que en este periodo unas cien mil personas se envenenaron por ingerir alcohol no apto para el consumo humano, que hubo cerca de trescientas mil detenciones relacionadas con la violación de la National Prohibition Act y que a partir del segundo año de la puesta en marcha de la ley el consumo de alcohol ya era mayor que antes de su prohibición. Sin embargo, el principal motivo -nunca abiertamente declarado por el demócrata Roosevelt para derogarla- era otro no menos importantes: los 500 millones de dólares anuales que se dejaban de recaudar en impuestos.

Siempre el dinero, claro. Como las razones que habían llevado al Congreso a dejar secas -en teoría, claro? las gargantas de Estados Unidos. Detrás de las peticiones de grupos religiosos protestantes o de la aparente incomodidad que entre los americanos de origen anglosajón provocaban las costumbres más ligeras de irlandeses o italianos se escondían otros motivos más materiales, como la presión de los grupos económicos wasp frente a los inmigrantes de origen alemán o de los judíos, que controlaban el grueso de la producción de cerveza, o la necesidad de que los obreros ofreciesen su máxima productividad en sus jornadas laborales.

Las proclamas de «Recuperemos el estilo de vida americano» (¿a qué les suenan?) acabaron años después con triunfalistas titulares en sentido opuesto: «¡Al fin se ha acabado la prohibición!». Estados Unidos era una gran barra de bar (clandestina, eso sí) en la que campaban los mafiosos, la prostitución se había disparado, lo mismo que el tráfico de armas y, asociado al consumo ilegal de alcohol en los más o menos cien mil garitos que se repartían por el país habían aparecido otras drogas como la cocaína y la heroína. No hace falta irse a la Biblioteca del Congreso Americano para constatar esta realidad con la que Estados Unidos se plantaba en 1933, el cine y la literatura, esos magníficos reflejos de nuestra historia recientes, nos la ha contado una y mil veces.

La importación ilegal de alcohol desde Canadá y la fabricación de vino en fábricas clandestinas fueron en este tiempo actividades muy lucrativas en el mundo del hampa, que también se aprovechaba de los resquicios legales que dejaba el sistema, como la venta de alcohol con fines medicinales (aunque las cifras entre enfermos y consumo no encajaban, claro) y la distribución para usos religiosos. De hecho, si la producción de vino de californiana no quedó reducida a cero fue debido a esta última razón: los jesuitas mantuvieron sus viñas. A comienzos del siglo XX, California había creado una gran industria del vino que empezaban a ganar concursos internacionales de prestigio. Se calcula que antes de la prohibición había más de 2.500 bodegas comerciales, cuando se levantó la prohibición en 1933 apenas quedaban un centenar. ¿Cómo consiguieron sobrevivir a la Ley Seca? Gracias a la Iglesia Católica. Así que lo que hicieron esas bodegas fue firmar acuerdos con la Iglesia y convertirse en proveedores de vino para la celebración de la misa. Eso sí, o bien se incrementaron significativamente las misas que se celebraban durante este período o bien parte de este vino se desviaba para otros fines menos sacramentales, porque la cantidad de vino fiscalizado por la Iglesia pasó de 2.139.000 galones -un galón equivale a 3,7 litros- en 1922 a 2.944.700 de galones en 1924. Y aquello no era precisamente un milagro.