Placeres veniales

José Antonio Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

05 feb 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Estaba leyendo tranquilamente el periódico y saboreando ese café mañanero que me reconcilia con el mundo, en la cafetería que frecuento a diario, cuando el pitido del móvil me avisa de que me entró un mensaje. En efecto, es un correo de Iberia que me ofrece un viaje para «empezar el año del gallo en Shanghái y disfrutar del festival de las linternas». Vuelvo al café y al periódico lamentando que este tipo de asaltos publicitarios no estén prohibidos. Tengo que preguntar a un amigo entendido cómo hay que hacer para evitar que me incordien. No soy el destinatario adecuado ni me gusta que me molesten con ofertas que no solicito. Porque, ¿qué se me pierde a mí en Shanghái celebrando el año del gallo (con todo el respeto para los chinos que lo celebren) y en un festival de linternas? Mientras le doy un sorbo al café reconfortante, pienso que este es el efecto de esa fiebre que se desató en nuestra actual sociedad por los viajes, por ir a cualquier parte, da igual a dónde, el caso es poder decir luego que se estuvo allí y confirmarlo enseñando las fotos que se traen en el teléfono móvil. Viajar siempre fue una fuente de conocimiento y de experiencia. Pero dejó de serlo cuando los viajeros se convirtieron en turistas, organizados en hordas anónimas, que van y vienen sin apenas conciencia de por qué y para qué han ido. Los viajeros de antes sabían lo que querían y lo que buscaban, porque para ellos viajar era conocer nuevos lugares, otras culturas, otras gentes con su lengua y costumbres propias. Así fue siempre hasta ahora. Ya los celtas enfilaban el camino del Finis terrae, en un intento de divisar el «Más Allá» y tratar de entender lo ininteligible. Fueron muchos los cristianos que ponían rumbo a los Santos Lugares en un empeño al que podían dedicar toda su vida. Y ya mucho antes, lo cuenta el griego Píndaro, hubo la expedición de los Argonautas: cincuenta griegos comandados por Jasón, se hicieron a la mar y afrontaron todo tipo de peligros en busca del Vellocino de Oro. Algo parecido a lo que harían siglos más tarde los caballeros del Rey Arturo buscando el Santo Grial.

Este momento, con el café, el periódico, el ambiente amable del local, la lluvia que cae plácidamente al otro lado de la ventana, no lo cambio por ningún viaje exótico. No creo en los paraísos artificiales y, además, alguna vez que he ido a algún país lejano, he sentido nostalgia de pequeñas cosas que llenan la vida diaria, que de repente desaparecen y uno se da cuenta de lo que valen. Recuerdo la melancolía que sentí en el único viaje que hice a Nueva York, cuando una mañana de invierno, como la de hoy, entré en lo que se suponía una cafetería, a tomar un café. Lo que me sirvieron fue un sucedáneo ultrajante para cualquier persona con un mínimo sentido del gusto. Y el atentado se consumó al venir servido en un vaso de corcho sintético y una pajita de plástico para que uno, ya abatido, pueda revolver tristemente el azúcar. Sentí la añoranza del sabor y el aroma del café negro y verdadero, y hasta de la taza de porcelana, del tacto y del tintineo de las cucharillas, que, como sabemos por aquí, son un indicio sonoro de la felicidad. Y aún más: después de una comida desangelada sin un vaso de vino y sin aceite, ni siquiera un humilde café. Por eso, decididamente me quedo con estos placeres veniales antes que embarcarme en viajes deslumbrantes.