Cerezas

José Antonio Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

28 may 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

En la huerta de mi casa natal siempre hubo cerezas. Mi abuelo, que, conmigo, era quien más las apreciaba, decía que se daban tan bien porque el árbol estaba protegido de las corrientes del Norte por la cerca de cierre de la finca. Cuando él murió y el cerezo, de viejo, dejó de producir, yo planté otro en el mismo lugar de la huerta. Salió adelante con algún altibajo hasta convertirse en un árbol adulto y frondoso, que cada año trae la primavera a la casa con el colorido de sus flores, aunque luego casi no podamos probar sus cerezas… Siempre dio muchas, encarnadas y carnosas, muy ricas, pero los pájaros estaban más atentos que nosotros y año tras año el árbol era saqueado por un batallón de mirlos, urracas, estorninos y pájaros menudos, que no dejaban ni una para nuestro disfrute. Desde siempre, la cereza fue la fruta más apetecible para todos ellos. Pero antes, como en cada huerta del vecindario había un cerezo, se repartían equilibradamente entre ellos. Tocaba a menos pájaro por árbol, y además, en los campos abiertos se sembraba maíz, trigo, centeno, etc. y la pajarería tenía más platos para escoger.

Aún así, mi abuelo, al que le gustaban las cerezas tanto como a los mirlos, pasaba unos quince días -esos en que las ramas del árbol se engalanan con joyas rojas- en pie de guerra con los pájaros a base de aspavientos y de hacer ruido con una cacerola de aluminio y una cuchara de madera, que guardaba de un año para otro. Pero era un hombre justo y ecuánime. Y sin haber leído el Deuteronomio, consideraba lógico que un tercio de la cosecha de cerezas se lo comiesen los pájaros, porque «de algo tienen que vivir», decía; pero, otro tercio debía ser para los humanos, y el otro, formado por las cerezas que caen y se van descomponiendo, ha de servir para abono y fortalecimiento del propio árbol. Como su planteamiento era justo, reclamaba su parte sin ningún tipo de contemplaciones.

El árbol actual, grande y generoso, da unas cerezas tempraneras, que por la zona de Ourense llaman «da santa Crus», porque se cosechan ya en el mes de mayo. Un inconveniente más para poder salvar ya no el tercio correspondiente, sino que ni la décima parte de la cosecha. Llegan cuando en las demás huertas no hay ni rastro de cerezas ni de ninguna otra fruta, y los pájaros no tienen dónde elegir. Así, año tras año, nos contentábamos con verlas en el árbol y contemplar el festín de la pajarería. Nos quedaba el consuelo de que los mirlos, después de hartarse de cerezas, cantaban mucho mejor desde cualquier punto de la huerta. Pero hace un par de años encontramos el remedio. La gata que nos adoptó a nosotros desde pequeña, cuando apareció subida a la parra (por eso la llamamos Uva) y no abultaba más que un puño, mostró siempre una gran afición por el trapecismo en las alturas y escogió para sus piruetas las ramas elásticas del cerezo. Fue perfeccionando su estilo y hoy es una funambulista consumada, que pasa el tiempo libre, que es todo, saltando de rama en rama… Y los pájaros, consternados, sin entender a qué viene tanto exhibicionismo, forman un coro de espectadores deprimidos en las cercanías del árbol. Por eso este año podemos volver a comer cerezas como en los buenos tiempos. Pero me acuerdo de los tercios de mi abuelo y creo que voy a encerrar a la gata en casa unos días para que ese batallón de mirones alicaídos se pueda llevar alguna cereza al pico…