Cuando el dolor te invade en primera persona

Juan L. Montero Fenollós TRIBUNA

FERROL

31 dic 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

El final de año suele ser buen momento para hacer balance. En mi caso no ha sido un 2023 sencillo. Por el camino he perdido varios referentes y he sentido el dolor de la orfandad. En abril, uno de los grandes maestros de la arqueología, el profesor Jean Margueron, fallecía en París. Fue mi padre intelectual. Me indicó el buen camino y me inculcó el valor de la ciencia honesta al servicio de la sociedad. A lo largo de los treinta años compartidos, se fue forjando una amistad indestructible y una profunda admiración, que ha dejado en mí un hueco enorme. En junio, nos dejaba en Cosenza el profesor italiano Nuccio Ordine, uno de los grandes baluartes internacionales en la defensa de las Humanidades y Premio Princesa de Asturias, galardón que lamentablemente no pudo recoger. Desde que, en 2018, vino al campus de Ferrol manteníamos una cordial relación centrada en un interés común, la lucha por las humanidades clásicas, entendidas como la esencia necesaria para liberar a la sociedad actual de muchos de sus males y carencias. Comparto su concepto de la educación, orientada a ayudarnos a ser hombres y mujeres libres capaces de rebelarnos contra los egoísmos del presente y tratar que la humanidad sea más humana. En octubre, moría Gonzalo Antón, consignatario de buques ferrolano y cabeza de la gran familia a la que me incorporé hace ya más de veinte años. Fue una persona que pasó por el mundo regalando, a los que le conocieron, sencillez, humildad y generosidad, como se dijo en un reciente y merecido homenaje póstumo. Otras ausencias vienen de lejos. Hay sabores y olores grabados a fuego en tu interior, que te trasladan a la infancia y rellenan, al menos en parte, los vacíos que dejan personas irrepetibles en tu recorrido vital. No puedo dejar de recordar, en estos días, las tortas de Pascua que con tanto esmero hacía mi madre.

Pero si hay algo que me desgarra por dentro es la actual guerra en Gaza. Unicef acaba de definir este territorio palestino como el lugar más peligroso para ser niño. Las cifras son demoledoras. Se estima en la Franja más de ocho mil niños han muerto y que unas trescientas escuelas han sido dañadas o destruidas por las bombas. Son cifras que me avergüenzan y me duelen en lo más hondo. No logro entender como el mundo no se levanta contra esta injusticia. ¡Qué tiene que pasar más para que se nos remuevan las entrañas y reaccionemos como sociedad! Parece que nuestro corazón se ha hecho de piedra.

En estas fechas, y como es costumbre, nos inunda un irrefrenable deseo de enviar mensajes de paz, amor y amistad a nuestro entorno y de reunirnos con nuestros seres queridos. Es, sin duda, una vieja tradición bienintencionada, que lamentablemente se suele relajar pasadas estas fechas entrañables. Y paradojas de la vida, este año, en señal de luto por los muertos de Gaza y Cisjordania, no ha habido celebraciones en la ciudad palestina de Belén, donde la tradición bíblica sitúa el nacimiento de Jesús y, por tanto, la Navidad.

Pese a la lejanía geográfica, vivo muy de cerca la brutalidad que invade desde hace años las tierras de Palestina, cuna de grandes culturas. Amo profundamente aquellos paisajes áridos, incluidos los de Siria e Iraq, que me han dado tanto en lo profesional y en lo personal. Si tuviera delante a alguna de las familias gazatíes rotas por la guerra, avergonzado, les pediría perdón, desde lo más profundo de mis convicciones humanistas, por nuestro egoísmo, nuestra inacción, nuestra indiferencia ante su sufrimiento.

Hay valores que son universales y el derecho a la vida digna de los niños y las niñas de Gaza es algo incuestionable. Por favor, que alguien calle las estúpidas bombas del dolor. Exigirlo está en nuestras manos y conseguirlo debe ser nuestra obligación como sociedad. Solo hay un camino: el de la paz.