Saturación

José Varela FAÍSCAS

FERROL CIUDAD

23 jul 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Tal vez el sacrificio freudiano de mi padre (sí, ya veo: otra vez) germinó sobre el azúcar: era capaz de colmar un pocillo de café -puro, decíamos entonces, en lugar de solo- con media docena de cucharillas desbordadas de sacarosa. Mucho antes de leer a Anthony Capella opté por el colombia en grano, molido en casa instantes antes de encazuelarlo en italiana, con agua de botella, y sin edulcorante (les ahorro la manía con la tapa y la temperatura); gozo con los matices: un antídoto contra la saturación. Quizá por eso esté incapacitado sensorialmente para el disfrute prolongado de placeres intensos como la música de órgano, aunque soporte densidades orquestales del calibre de las de Brahms o Bruckner a manos de la Sinfónica de Berlín: en ellas alcanzo a distinguir timbres y colores, profundidades, brillos: el órgano, para mi desventura, me niega las grietas; en pastelería, sería como un picadero: es todo, pero no es caña, ni milhojas, ni pasta, ni crema, ni merengue, ni cabello de ángel. A media mañana del viernes, un día lleno de luz y de aire transparente, la playa de Pantín estaba atestada de surfistas y principiantes: en la arena, calentando, y, a un centenar de metros de la orilla, buscando el pico de las olas. Desde Ariño hasta Marnela no quedaba un palmo de agua o arena sin surfeiro. Pensé que si un pescador deportivo que abona su tasa por el uso de un bien público como el mar -los jinetes de las olas cabalgan gratis- quisiese tentar una lubina, a lo mejor hasta sería expulsado del local para el que adquirió una entrada por aquellos que se colaron en él por la jeta. Pero solo fue un lapsus suscitado por la maldita saturación. De tablas de surf.