Estanques de la vida

Jose Barreiro

FUGAS

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«Primavera tardía». Yasujiro Ozu, 1949

06 ago 2015 . Actualizado a las 18:40 h.

Uno ve un encuadre de Yasujiro Ozu y le asalta la sensación de que no existe un lugar mejor para colocar la cámara ni una perspectiva más acertada desde la cual divisar la vida. A través de sus historias domésticas sobre la importancia del hogar, del matrimonio, o de las fricciones entre padres e hijos que viven tiempos diferentes, acaba retratando lo invisible, es decir, asuntos como la fugacidad de la vida o el paso del tiempo. La sensación de humanidad, delicadeza e intimidad que desprenden sus relatos es portentosa. El espectador enseguida se acostumbra a su ritmo parsimonioso, asimila ese tempo distinto y sin percatarse se desentiende de la prisa y las preocupaciones.

Tan pronto terminan los créditos de inicio, Ozu nos invita a entrar en su casa: un mundo propio gobernado por una manera distinta de vivir, donde la quietud, el sosiego y el silencio devienen en algo esencial. Si los estanques proporcionan serenidad a los jardines japoneses, las películas de Ozu son estanques de la vida. Primavera tardía es una historia sencilla, y la sencillez me parece la más difícil conquista en cualquier ámbito. Sin embargo, da la sensación (equivocada, estoy seguro) de que Ozu dirige sus películas con la facilidad y el magisterio del que espanta una mosca. El argumento son apenas cuatro líneas. Noriko (Setsuko Hara) vive con su padre viudo y se ocupa de él, pero a ojos de la sociedad ha comenzado a hacerse mayor para seguir soltera. A pesar de que no desea casarse y abandonar a su padre, éste y su tía encuentran un pretendiente e intentan convencerla. Apoyado únicamente en ese dilema, Ozu construye una historia  llena de escenas inolvidables a las que no das importancia hasta tiempo después, cuando te percatas de que la película te sigue trabajando por dentro durante días. Y entonces recuerdas la secuencia del paseo en bicicleta, el viaje a Kioto, o los últimos planos de la película en los que el padre regresa solo de la boda de su hija y entra en su casa, iluminada de forma mínima, como el porche de un personaje derrotado de John Ford. Coge una manzana y, despacio, navaja en mano, la va pelando de forma concéntrica hasta que la piel, en el último momento, se desprende y desaparece. Esta idea, que combina la soledad con una extraña tristeza jubilosa, contiene una depuración y una capacidad de síntesis asombrosa. Ozu podría resumir el fin del mundo con un plano detalle de una cerilla.

Por qué verla

Por la interpretación de la protagonista. Todo empieza y acaba en el rostro de Setsuko Hara

Por las señales de tráfico propias con que Ozu llena su cine: postes, trenes, gente caminando a lo lejos, árboles que se mueven, paseos, ceremonias de sake y pasillos maravillosamente iluminados