París era una foto

Jose Barreiro

FUGAS

«Rififí». Jules Dassin, 1955

09 oct 2015 . Actualizado a las 08:10 h.

Las películas de atracos del cine clásico suelen tener una estructura cronológica, una pauta que podríamos denominar preparación-ejecución del robo-reparto del botín. Un patrón sencillo y eficaz. Rififí ocupa un puesto de honor en el medallero de este género gracias a su escena central: el atraco más famoso de la historia del cine. Veinticinco minutos de pulso narrativo sin diálogos ni música, solo miradas y silencio espeso; un prodigio de planificación, tensión y montaje, donde Jules Dassin, director refugiado en Europa tras huir de los cazadores de brujas del senador McCarthy, despliega su talento a la hora de introducir en sus películas piezas de orfebrería documental, y muestra a unos profesionales minuciosos reventando una joyería mientras el espectador observa hipnotizado. Esta secuencia ejerce de bisagra entre la gestación del asunto, en la que Tony le Stephanóis, un tipo duro y conciso como un epitafio que acaba de cumplir una condena de cinco años, reúne a un grupo de ladrones para dar un golpe que sabemos (más bien, intuimos) que va a derivar en metralla, y la refriega posterior, con los matones ultimándose entre ellos y secuestrando a un niño para conseguir el dinero del botín. La búsqueda de ese niño por parte del protagonista introduce el elemento que más asombra en el cine de Dassin: su capacidad para convertir la ciudad en personaje principal. La ciudad desnuda, intriga policial que retrata Nueva York con un músculo y un vigor nunca vistos en el cine hasta ese momento, o Noche en la ciudad, que merodea por el lumpen de un Londres nocturno, despiadado y vertiginoso, bastan para demostrarlo. Las imágenes del París lluvioso de Rififí, generosas en empedrados mojados y escalinatas empinadas que posan en cuanto asoma una Leica, parecen salidas de la cámara fotográfica de Robert Doisneau, cuando arañaba la ciudad buscando un ambiente, un coche abandonado, una calle vacía al amanecer o un acordeonista averiado por la vida.

Dassin maneja con maestría las señales de tráfico habituales del cine negro: codicia, traición y dosis de fatalismo a la altura del final de Atraco perfecto, cuando un perro desvía la trayectoria del carrito portaequipajes y el volantazo reduce el relato a una maleta de dinero que vuela. Rififí contagia desde el inicio ese pálpito de que todo se torcerá por un detalle ridículo e imprevisto, en este caso, un anillo. Ya lo explicaba Walter Huston en los últimos segundos de El tesoro de Sierra Madre mientras el viento se lleva todo su botín: «Al final, el oro siempre vuelve a la montaña».

Por qué verla

Por el trabajo de Alexander Trauner, uno de los directores artísticos más reputados de la historia del cine y colaborador inseparable de Billy Wilder

Por la escena de la muerte de César, el bon vivant que abre las cajas de caudales. Atado a un poste, el protagonista lo asesina a sangre fría por delator