La milla de oro ambulante

Jorge Casanova
jorge casanova LUGO / LA VOZ

GALICIA

ALBERTO LÓPEZ

Los mercadillos gallegos ofrecen abiertamente y sin presión policial ropa falsificada de las mejores marcas

16 abr 2017 . Actualizado a las 20:45 h.

Carhartt, Polo Ralph Lauren, Armani, Calvin Klein, Amarras, Carolina Herrera, Nike, The North Face, Gucci, Tous, Versace, Bimba & Lola, Levi’s, Tommy Hillfigher... y, por supuesto, Adidas. Todo en unos minutos, poco más que un par de vistazos. Podíamos estar en la milla de oro de alguna metrópolis, pero en realidad estamos en el parque de A Milagrosa de Lugo, en uno de los dos mercadillos semanales que se arman en este agradable recinto. El lugar es lo de menos, porque la imagen sería idéntica en muchos puntos de Galicia donde la feria, el mercado, es algo profundo. Hoy en día escasean los tratantes de ganado y los calderos de pulpo (aquí no veremos ni de lo uno ni de lo otro), pero no las grandes marcas que, en general, son más falsas que un billete de 15 euros.

Nada se esconde el mercadillo, al contrario. Se vocea. A la entrada está la parte más cutre, donde la mercancía se expone directamente en el suelo o, en el mejor de los casos, sobre una sábana. Juguetes viejos, zapatos usados, cacharrería variada... efectos que tienen toda la pinta de venir directamente del contenedor. Reciclaje puro. «¡A un euro, a un euro!». Hay un poco de mal rollo porque una pareja de policías pasea por allí. Los que venden se hacen el longui y, enseguida, la pareja de policías pide los papeles a un individuo que no los tiene. Hala, al coche patrulla.

«Son copias»

Seguimos mercadillo abajo y entre ropa interior para todos los gustos, objetos de bazar y sospechosas gafas de sol de tres euros, encontramos un puesto reventado de primeras marcas. Me fijo en un anorak que en la tienda oficial en Internet cuesta 140 euros: «Cuarenta», responde la señora que atiende el puesto. No hace mucho esfuerzo por vendérmelo. No le ha gustado la libreta que llevo en la mano y en la que me ha visto tomar notas. Un chaval que está cerca y que ha escuchado el precio de la chaqueta, replica en voz baja «¡Vaya!, tampoco las regalan». Desde luego, el puesto tiene mucha mercancía y muy variada. Si fuera genuina, valdría un pastizal.

Un poco más adelante, en un puesto de zapatillas deportivas pregunto por unas Adidas Superstar que en Internet se pueden encontrar por entre 70 y 100 euros y que aquí me venden por 22:

-Pero... No son auténticas, ¿no?

«Claro que no, son copias», me contesta la señora mirándome con cara rara. Al menos no me engaña. Al cabo de un rato recibo una respuesta diferente: «No, no. Estas no son de pegatina, son restos de una tienda de mi pueblo». Puede ser, porque el modelo que me ofrece la encargada tiene pinta de haber sido claramente sobrepasado por la moda.

Abordo a un chaval vestido con una sudadera y un pantalón corto con grandes logos. Tiene 15 años: «No, no. Lo que llevo es auténtico, comprado en tiendas», dice. ¿Y compra marcas falsas alguna vez en el mercadillo? «Sí, alguna vez. Pero es ropa que no me pongo a diario, la uso solo para ir a la aldea. No iría paseando con ella por Lugo, para que me dijeran ‘mira, este viste de mercadillo’».

-¿Serías capaz de distinguirla?

-No, no lo creo.

Aparece la madre del adolescente que acaba de comprar un queso y se lo lleva, evitando que explique la contradicción. Así que sigo paseando y maravillándome de la impunidad con la que se venden productos falsos. No todos lo son, claro. Y también los hay los que únicamente inducen al error. Un vendedor subsahariano tiene todo un catálogo sobre su mesa de colonias: Dolce & Donna, Karlin Clevin, Jean Gaul Poulier...

En medio de este festival de grandes marcas pienso que por esta zona no debe de pasear la policía. Pero me equivoco. Mientras observo un puesto con más productos Adidas que una tienda oficial aparece la pareja de uniformados de antes y se pone a charlotear amistosamente con el dueño del puesto: «¿Qué tal? Poco movimiento, eh?», le dice el policía. Y es verdad. Ante la falta de clientes, el vendedor de ropa falsificada y el policía departen amigablemente. Nada serio, una charla de ascensor. Cuando el policía se aleja, me acerco yo:

-¿No molestan mucho, eh?

El vendedor, me dice en su particular castellano que ese no es el problema, que el problema es otro: «Mira la gente. No llevan bolsas. No dinero, no trabajo. Una feria va bien y tres van mal», se queja. Cabeceo dándole la razón y el hombre continúa: «En Monterroso fui y vendí tres pantalones. 30 euros. Gasolina 30 euros también». Nadie está contento al parecer.

«Por si me lo roban»

Siguiendo la ruta, me paro frente a otro puesto con menos ropa pero no menos marcas: me fijo en un reloj Daniel Wellington (o eso es lo que pone en la esfera) que podría comprar por 140 euros en la tienda de Internet y que aquí solo cuesta 15. Una señora mayor husmea entre bolsos y accesorios. Le pregunto: «No, no suelo comprar pero es que, con todos los robos que hay, a veces, si llevas una falsificación y te lo roban, pues no pierdes tanto».

-¿Y no le parece mal comprar algo falso?

La señora tiene otra respuesta contundente: «No, en general no. Pero si veo algo aquí que yo tengo en casa y que me ha costado más caro, entonces sí me parece mal», dice mientras se aleja. No le gusta mucho el tono de la conversación. Poco queda ya por ver. Pese al buen día, el negocio no ha sido tanto. Una parte de esta milla de oro montará el chiringuito al día siguiente en otro lugar para poner al alcance de cualquiera carísimos objetos de deseo a precios populares. Que sean más o menos falsos, no parece importar mucho a nadie.