La antigua estación aeroportuaria lleva una década viendo crecer la hierba

susana luaña

Uno de los principales atractivos de los niños gallegos que crecieron en los años 70 era acercarse una tarde del domingo al aeropuerto de Lavacolla a ver llegar los aviones. El espectáculo tenía su encanto porque, además de disfrutar de los efusivos reencuentros de la diáspora venida a más en las Américas, el aterrizaje de las aeronaves se seguía desde una terraza abierta que permitía sentir en primera línea el ruido atronador de la maniobra y el viento que levantaba el enorme pájaro de hierro a su llegada. Todo ello, gracias a una terminal aeroportuaria que se construyó en el año 1968 y que colocó a Santiago en el mapa de los vuelos internacionales, sobre todo a partir de 1980, cuando se estrenó el primer enlace directo con Caracas que acercaba a su aldea natal a los emigrantes que se habían ido por mar unas décadas antes escapando de las penurias de la posguerra, con un pasaje de tercera que los dejaba, tras varios días de penoso viaje, en la tierra prometida.

Pero incluso esa terminal que hizo de Lavacolla un aeropuerto de referencia, con un moderno sistema antiniebla que garantizaba el aterrizaje bajo condiciones adversas, se hizo vieja. En los 80 se democratizó el turismo; en los 90 todo el mundo se iba de vacaciones y, en el 2000, el aeropuerto compostelano amenazaba con colapsar. Los 19.000 metros cuadrados de su terminal y las 1.800 plazas del párking se quedaron pequeños, y las autoridades creyeron conveniente jubilar las viejas instalaciones que fueron escenario de la llegada del papa Juan Pablo II en el año 1982, recibido por miles de jóvenes que engancharon la noche compostelana con la fría madrugada para aclamar al pontífice en la pista de aterrizaje.

En el Xacobeo 2010 también viajó el papa a Santiago. Pero era otro papa, Benedicto XVI. Ni su carisma era el de su antecesor ni la crisis económica que entonces asolaba el mundo tenía nada que ver con los felices 80, pero aun así, el año se cerró con un récord histórico de algo más de dos millones de pasajeros, al límite de la capacidad de la vieja terminal, que ya no daba para más.

El recambio estaba en marcha. De hecho, fue en septiembre del 2011 cuando se inauguró la nueva terminal del aeropuerto que ahora lleva por todo el mundo el nombre de Rosalía de Castro. Era José Blanco ministro de Fomento y, pese a los enfrentamientos que mantuvo con el personal aéreo que protagonizó en el 2010 la huelga que obligó a decretar el primer estado de alarma en España, el socialista de Palas do Rei inauguró las instalaciones junto con Feijoo. Las cuatro pasarelas de embarque que tenía Santiago se convirtieron en once; la pista de aterrizaje pasó de 3.300 a 3.500 metros, las plazas de aparcamiento aumentaron de 1.800 a 2.000 y, en total, la superficie de la terminal crecía de los 19.000 metros cuadrados de antes a los 68.000 de ahora. Todo, gracias a una inversión de 230 millones de euros, pese a la crisis económica que arruinaba España.

Fue esa crisis, precisamente, la que se llevó la culpa de que, inoperativa, la vieja terminal se quedase compuesta y sin novio según pasaban los años. Se barajaron ideas para reactivarla, como un centro de acogida de peregrinos, un palacio de congresos o un recinto ferial, pero ninguna de ellas cuajó. Y así sigue, casi una década después de que perdiese el último avión. Ya ni siquiera sirve la excusa de la crisis, porque en los años prósperos previos al coronavirus tampoco se presentó ningún proyecto solvente. Y ahora, más difícil todavía. Desde Aena reconocen que no hay ninguna oferta sobre la mesa, que «ojalá» la hubiese, pero que todo sigue como hace un año; es decir, parado. Y mientras tanto, la hierba lleva una década creciendo en el recinto, y en el garaje solo aparcan las telarañas.

Al mismo tiempo, la nueva terminal, lista para recibir hasta a cuatro millones de pasajeros al año, no pudo cumplir sus expectativas. Empezó con muy buen pie, y el año pasado alcanzó un nuevo récord histórico con casi tres millones de usuarios. Pero aterrizó el coronavirus, y será muy difícil llegar al millón de viajeros al final del fatídico 2020.

Aena solo recibió en el pasado propuestas peregrinas para el viejo recinto; ahora, ni eso

Mucho ruido y pocas nueces. Aena solo recibió propuestas peregrinas para darle una segunda vida a la vieja terminal; propuestas que nunca prosperaron porque no iban acompañadas de un proyecto serio, aunque quizás en eso tuvo mucho que ver que las viejas instalaciones quedaron vacías en el momento más álgido de la crisis económica. Pese a ello, la sociedad aeroportuaria se las prometía felices al principio, y ni siquiera hizo nada por reactivar la vieja terminal de Lavacolla; se limitó a decir que las instalaciones estaban en un espacio estratégico con grandes posibilidades. Y se sentó a esperar ofertas que nunca llegaron.

Desde la Administración local sí se presentaron iniciativas, pero todas ellas eran buenas intenciones sin un proyecto solvente que las avalase. Cada uno de los alcaldes que por aquella época se sentaba en el sillón de Raxoi se veía obligado a salvar la vieja terminal. Poco después de irse los últimos pasajeros, Conde Roa sugirió llevar el AVE hasta Lavacolla y crear allí una gran estación intermodal. Al BNG le pareció un disparate y planteó una nueva zona de carga. Ángel Currás, por su parte, propuso la creación de un centro en formación aeronáutica, e incluso llegó a presentar el proyecto ante la que entonces era ministra de Fomento, Ana Pastor. Pero la construcción de una escuela similar en San Sebastián dio al traste con el plan. Su sucesor, Agustín Hernández, se decantó por un centro ligado a las peregrinaciones, y hubo más: empresarios interesados en un centro tecnológico para empresas de innovación, un recinto ferial, un palacio de congresos, un complejo gastronómico, un hotel y hasta un outlet de moda. Así, hasta que cesó el ruido y llegó el silencio. Aena, ahora, no recibe ni propuestas.

Naves en estado ruinoso

La terminal no es la única antigua infraestructura que languidece en Lavacolla. Allí resiste un aeródromo militar desaprovechado en cuyos hangares se guardan las aeronaves de extinción de incendios y salvamento; y muy cerca, las destartaladas dependencias del Aero Club, donde hubo unas magníficas instalaciones deportivas, con campo de golf y piscina. Corrían otros tiempos.