La guerra de nunca acabar

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado EL MUNDO ENTRE LÍNEAS

INTERNACIONAL

27 sep 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Las FARC nacieron de un conflicto que ya hundía sus raíces en otro que arrancaba en el siglo XIX y que enfrentaba a liberales y conservadores. Esa pugna era el producto en parte de la herencia envenenada del caudillismo de Simón Bolívar. Era un juego mortal y excluyente que se exacerbó cuando en 1948 murió asesinado el candidato liberal, el popular y populista Jorge Eliécer Gaitán. Se desató entonces lo que en Colombia se recuerda, secamente, como «La Violencia» por antonomasia, una cosecha de crímenes políticos que se prolongó durante toda la década de 1950. De las 260.000 personas que han perdido la vida en el medio siglo de conflicto, 200.000 murieron entonces.

Fue bastante más tarde cuando, a rebufo de la revolución cubana, las guerrillas liberales decidieron adoptar el comunismo como ideología. En 1966 se llaman ya oficialmente Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), aunque seguirán estando dirigidas hasta el final por Manuel Marulanda Vélez, alias Tirofijo, el viejo guerrillero liberal. La geografía colombiana, con su maraña de selvas y montañas, les permitió crear un mundo paralelo, un Macondo espartano y violento donde experimentaron si no cien, al menos cincuenta años de soledad. Era una soledad incompleta, acompañada de paramilitares de extrema derecha y narcotraficantes cuyas violencias respectivas se retroalimentaban con la de la guerrilla en dosis cada vez mayores de brutalidad.

Si hay un conflicto que merece la definición de «enquistado», ese es el de Colombia. Los 10.000 millones de dólares que invirtió Estados Unidos a principios de siglo en la lucha contra las FARC y los narcos (el plan Colombia) no lograron más que echar más leña al fuego. Los intentos de negociación fallidos (en 1991-92 y luego en 1998-2002) solo sirvieron para añadir cinismo y desesperanza a la guerra de nunca acabar. Cayó el muro de Berlín, pasó la hora de las guerrillas latinoamericanas pero, en vez de terminarse, la locura colombiana se intensificó en un rosario cada vez más inhumano de secuestros y crímenes. Como en tantos conflictos interminables, se había alcanzado ese punto en el que ningún bando puede ganar ni perder.

Hasta que llegó el agotamiento. De 20.000 combatientes que llegó a tener en el 2000, en diez años las FARC perdieron dos tercios, además de a casi toda su cúpula dirigente; incluido Tirofijo, muerto de muerte natural en el 2008, quizás el último guerrillero que aún sabía, o creía saber, por qué había empezado todo aquello.

Se puede decir que, como el propio Tirofijo, el largo conflicto de Colombia al final ha muerto también de muerte natural. El acierto del presidente Santos ha sido interpretar el momento justo en el que el desgaste hacía posible un final que las FARC pudiesen vender a sus propios seguidores como un empate. No lo es. Convertida en un fin en sí mismo, la violencia guerrillera no puede ofrecer como legado más que el deseo de olvidar cuanto antes. No será fácil, ni mucho menos. Pero si el acuerdo logra la aprobación del pueblo en el referendo del domingo, se podrá al menos pasar página.