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Los políticos que recurren al holograma, como Mélenchon , lo presentan como un gesto de modernidad, pero eso no hay quien se lo crea

23 abr 2017 . Actualizado a las 18:55 h.

Antes de que Jean-Luc Mélenchon se les apareciese a sus seguidores en forma de holograma, la profesión de político ya presentaba suficientes paralelismos con la de santo. La mano del político es como la del beato, que todos quieren estrechar porque se le suponen poderes salvíficos. Se habla del carisma, una expresión nacida para describir a los canonizados (del griego kharisma, «hacer favores»). Al político no se le reza pero se le vota, que es otra forma de ofrecimiento, a medio camino entre la plegaria y el óbolo. Y aunque los cargos públicos no hagan milagros reconocidos como tales, existe toda una industria hagiográfica dedicada a convertir retrospectivamente en prodigios sus decisiones, cuando salen bien. Pero lo de Mélenchon es pasarse. En sus mítines de campaña para las presidenciales francesas, el candidato de la izquierda, que de niño fue monaguillo, llegó a aparecérseles a sus seguidores hasta en siete lugares simultáneamente: en Dijon, en Nancy, en Grenoble, en Montpellier, en Clermont-Ferrand... Incluso en la isla de Reunión, que está en medio del océano Índico.

No es el primer caso. A Mélenchon le precede en Turquía Recep Tayyip Erdogan, que en una ocasión se materializó en un mitin en forma de haz de luz de tres metros. Narendra Modi, el primer ministro indio, lo hace con cierta frecuencia desde hace años. En la campaña del 2014 su holograma llegó a aparecerse hasta en ciento cuarenta pueblos y ciudades del país a la vez. Esto no es nada nuevo en la India, pero hasta ahora solo lo habían hecho los dioses, e incluso la deidad más ubicua de la que hay noticia no consiguió estar presente más que en cincuenta y tres lugares al mismo tiempo. Se cuenta que al acabar los mítines de Modi, los espectadores, en algunas regiones remotas del país, iban desconcertados a mirar entre bambalinas, convencidos de que el líder tenía que estar allí en carne y hueso. Y es que solemos imaginar la tecnología como un anticipo del futuro, cuando muchas veces es al revés y se trata más bien de un salto atrás a la superstición o a la fe, según el punto de vista.

Por supuesto, los políticos que recurren al holograma lo presentan como un gesto de modernidad, pero eso no hay quien se lo crea. Una videoconferencia, el plasma, o la televisión misma cumplirían igualmente la función de llevar su imagen a todas partes. Hay que sospechar, por tanto, que lo que el islamista, el hinduista y el socialista buscan es otra cosa: el aura del misterio, el poder de la magia que se ha perdido en política. Pronto veremos a muchos otros imitarles y mientras dure la moda las campañas se convertirán en una especie de gigantesca invención de Morel, como en la novela de Bioy Casares, en la que los habitantes de una isla no eran al final más que fantasmagorías proyectadas en el aire. 

Decimos holograma, pero en realidad esto que se está poniendo de moda entre los políticos no es exactamente eso. Como tecnología ni siquiera es muy nueva. La inventó Giovanni Battista della Porta en el siglo XVI y la perfeccionó en el XIX un tal Pepper, y de ahí que se lo conozca como El fantasma de Pepper. Él lo concibió como un engaño para las barracas de las ferias y aún hoy es lo que utilizan en Disneylandia para hacer aparecer al hada madrina de Pinocho. Al final, para el político, a medio camino entre el santo y el fantasma, esto puede acabar convirtiéndose en una metáfora incómoda. De lejos, la ilusión es perfecta. Pero si uno se acerca lo suficiente, se ve que en realidad el personaje es bidimensional, carece de sustancia. Y el engaño se esfuma como una voluta de humo de cigarro.