Mobiliario nacional

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En el número 13 de la Rue Berbier-du-Mets, en París, se encuentra la sede del Mobiliario Nacional de Francia, una discreta institución pública que se dedica a decorar los edificios oficiales y, sobre todo, la residencia presidencial del Elíseo

07 may 2017 . Actualizado a las 13:38 h.

En el número 13 de la Rue Berbier-du-Mets, en París, se encuentra la sede del Mobiliario Nacional de Francia, una discreta institución pública que se dedica a decorar los edificios oficiales y, sobre todo, la residencia presidencial del Elíseo. Es un laberinto de habitaciones en el que se acumulan en la oscuridad, cuidadosamente etiquetados, más de doscientos mil muebles del siglo XVIII en adelante. Ahí está la gaveta en la que guardaba su correspondencia la Pompadour, la tienda de campaña que Napoleón se llevó a Rusia o la mesa en la que Robespierre firmaba sentencias de muerte.

Se dice que el ejercicio del poder se expresa sobre todo en el lenguaje de la arquitectura, pero quizás lo resuma mejor el mobiliario. Después de todo, un cargo es antes que nada una poltrona. Esto es así especialmente en Francia, donde los estilos decorativos incluso llevan los nombres de reyes o de programas políticos: Luis XIV, Luis XV, Restauración, Imperio... Los gobiernos habitan en las cómodas con llave, en los archivadores y las camas con dosel, y se puede decir que el Mobiliario Nacional de Francia es el atrecista del poder.

Por ejemplo, cuando De Gaulle llegó a la presidencia aprovechando con habilidad el golpe de Estado del Ejército en Argelia, los funcionarios del Mobiliario Nacional seleccionaron para él un enorme escritorio estilo Luis XV, el solitario rey absoluto que quiso ponerse por encima de los partidos. En esa mesa de maderas nobles y decoraciones en bronce, el general le hizo tachaduras al proyecto de la Constitución de 1958, un texto que convirtió la V República en una monarquía con contenido republicano y estética rococó, más o menos como el mueble mismo.

Después de la marcha de De Gaulle, el escritorio siguió allí, en el salón dorado, frente al fuego de la chimenea y el gran tapiz de don Quijote. Pompidou, cuyo lema era el contradictorio «cambio dentro de la continuidad», acabó trabajando también allí. Giscard d’Estaing intentó alejarse de él, e incluso instaló su despacho en otro cuarto. Mitterrand, que había criticado duramente la deriva autoritaria de De Gaulle, llegó a devolver el escritorio del general al almacén. Pero, tras una noche de insomnio, hizo que se lo trajesen de vuelta, y allí se lo encontró Chirac, el viejo gaullista, que se emocionó al verlo.

Desde entonces, el mueble no se ha movido de su sitio. Sarkozy y Hollande han firmado en él sus decretos y sus secretos. La V República francesa nació en pecado, y yo creo que aquel pecado original se ha ido transmitiendo en la forma de ese enorme escritorio de madera purpúrea de palisandro, en cuyos cajones duermen traspapeladas las decisiones agónicas, los secretos de Estado y el residuo de miseria que suele ir dejando la gloria por los rincones.

Esta semana pasada, mientras los franceses se preparaban para elegir hoy el nuevo inquilino del Elíseo, en la Rue Berbier-du-Mets los empleados del Mobiliario Nacional ya estaban rebuscando entre el bosque de sillas, taburetes tapizados en rojo, sillones de orejas y armarios. Excitados por el punzante aroma del alcanfor y con sus linternas en mano, van a la caza de los muebles con los que tendrá que convivir el elegido. No esperan al resultado de las urnas de esta noche porque saben, o creen saber, un secreto que los demás ignoramos: que son los muebles los que, cuidadosamente seleccionados, acaban condicionando el gusto y la manera de pensar de los presidentes, y no al revés; y que por tanto son ellos quienes gobiernan Francia desde la Rue Berbier-du-Mets.