Manuel Baruque, expaciente de anorexia: «Empecé a restringir alimentos poco a poco y a hacer más deporte. Se convierte en un vicio»

Lois Balado Tomé
Lois Balado LA VOZ DE LA SALUD

SALUD MENTAL

Manuel Baruque pasó de pesar 100 kilos a 40 en menos de un año.
Manuel Baruque pasó de pesar 100 kilos a 40 en menos de un año. La Voz de la Salud

Completamente ajeno a la gravedad de su situación, fueron sus padres los que le advirtieron de lo que estaba pasando

12 ago 2023 . Actualizado a las 15:48 h.

Manuel Baruque está sentado frente a la cámara de su portátil. No se podría identificar muy bien el lugar desde el que atiende la videollamada de La Voz de la Salud, pero sí que es una zona de tránsito. ¿Una oficina?, ¿un gimnasio, quizás? A lo largo de la conversación, varias personas pasan por detrás de su espalda sin que él baje la voz, pese a lo íntimo de lo que cuenta. Tiene 25 años y parece un chico normal. De constitución delgada, cuesta creer que pesase más de 100 kilos a los trece años y que tan solo meses después hubiese bajado drásticamente hasta los cuarenta. «No sabemos cómo está cada uno por dentro», dice. Aunque asegura que su desarrollo óseo se vio afectado por haber padecido anorexia nerviosa con catorce años, sería difícil imaginar su historia. Historia que cuenta en El peso de la perfección (Atticus, 2023), libro que este burgalés —«muy burgalés», según remarca— acaba de publicar contando cómo entró y salió del pozo. Los beneficios obtenidos serán destinados a asociaciones sin ánimo de lucro que ayudan a pacientes con trastornos alimentarios.

—¿Cuándo y cómo empieza todo?

—Me diagnosticaron anorexia con catorce años, cuando estaba en el instituto. Antes de aquello, yo tenía sobrepeso, pero hubo un momento en el que empecé a bajar. Poco a poco. Es verdad que hubo un detonante, que fue el fallecimiento de mi abuela. A partir de ahí, llegó el diagnóstico. Fueron bastantes años. A los veinte recibí el alta, pero de los catorce a los dieciocho me tuvieron que ingresar dos veces en el hospital. A base de muchas terapias, de mucho tiempo y gracias a los profesionales sanitarios, que son maravillosos y no los valoramos lo suficiente, al apoyo familiar y al de mis amigos, pude superarlo. Este proyecto va dedicado a eso. A dar voz a gente que no puede alzarla. 

—Dice que empieza a raíz de un trauma, pero que anteriormente tenía sobrepeso, ¿cómo lidiaba con esa condición?

—Lo llevaba con normalidad. Sabía que tenía sobrepeso, pero era un chaval muy normal. Hacía deporte; jugaba con mis amigos al fútbol, al baloncesto y al tenis. No me obsesionaba con mi cuerpo ni con las opiniones externas. Nunca me fijé en eso. Es cierto que hubo un momento en el que pesaba bastante, era una amenaza para mi salud física. Así que empecé a bajar. Creo que el fallecimiento de mi abuela influyó, pero que en alguna parte de mí ya se estaba cocinando algo malo. El proceso fue muy rápido; de un momento a otro me cambió la vida. 

—Es que generalmente relacionamos la anorexia con el deseo de adelgazar por una distinta percepción entre lo que ves y lo que realmente es tu cuerpo, ¿en su caso no fue así?

—Sí que recibía comentarios peyorativos. «Mira cómo estás», «te pesa el culo». Sobre todo me pasaba cuando hacía deporte. Los chicos en ese sentido podemos ser muy crueles. Es cierto que esos comentarios los guardas, se te quedan grabados en algún lugar. El cambio fue pendular. Perdí muchísimo peso, llegando a estar realmente grave, a no poder ni moverme, a no poder ni valerme por mí mismo. Entonces los comentarios cambiaron: «¿Has visto cómo estás?». En esa situación, yo no me veía gordo, pero sí distorsionado. No me veía tan delgado, no veía la gravedad real de la situación. Es lo que esta enfermedad provoca, te hace ver cosas que no son reales. 

—¿Pero cómo llega ese cambio?

—Antes de que mi abuela falleciese ya me había fijado mis retos y mis metas. Poco a poco restringí ciertos alimentos que en su momento me habían dicho que no eran buenos para mí: dulces, pan, platos que te dicen. Luego empiezas a hacer más y más deporte. Se convierte en un vicio, porque además te vas sintiendo mejor contigo mismo: más ágil, más vital. Recibes comentarios positivos sobre tu evolución. Yo pensaba que lo estaba haciendo bien. Es ese manual de perfeccionismo que intento relatar en el libro y que es muy peligroso; unos estándares que te pueden acabar llevando a un extremo muy perjudicial para la salud. Fui poco a poco incrementando esta rutina; poco a poco reduciendo más ingestas y haciendo más deporte. No era consciente de lo que estaba pasando. Fueron mis padres los que me alertaron. Fuimos al médico de cabecera y se me diagnostica esta enfermedad. Pero insisto, yo no era consciente del bucle, del pozo en el que me estaba metiendo. Fue una historia muy grave y tengo suerte de poder contarla. En algunos momentos pensé que esto se iba a acabar.

—¿Cuánto llegó a pesar?

—Con trece o catorce años, tenía un sobrepeso evidente, pesaba más de 100 kilos. Pero en cuestión de meses, antes de que me ingresasen, llegué a pesar cuarenta y pocos. Para un chaval de quince años, era algo de extrema gravedad. Ese cambio drástico me afectó, además de mentalmente, al desarrollo de mi cuerpo, de los huesos, todo en plena etapa de crecimiento. También en mi actitud. Siempre he sido muy risueño y mis padres se dieron cuenta de que estaba perdiendo vitalidad, la ilusión por seguir luchando y haciendo las cosas que me gustaban.

—Dice que perdía peso porque redujo las ingestas, pero que siempre lo acompañaba con deporte. Entiendo que hubo un momento en el que el deporte dejó de ser posible.

—Claro. Llegué al punto en el que no me valía por mí mismo y no podía hacerlo. En los tres o cuatro años posteriores al diagnóstico no pude hacer deporte por el riesgo de lo que me podría pasar. Recuerdo estar jugando un partido de fútbol y sentir que no podía continuar. Lo dramático de esta enfermedad es eso, que de un momento a otro y sin darte cuenta, te ves así. 

—Muchas veces se habla de los riesgos que implican las dietas, pero a veces queda en una advertencia un tanto abstracta. ¿Tenía ningún tipo de formación en nutrición?

—Aparte de la educación emocional y en salud mental, sobre las que hay unas carencias evidentes en los centros educativos, es fundamental una educación nutricional. Me gustaba mucho cocinar, ayudar a mi madre, pero te vas poniendo alimentos tabú y te obsesionas con que no puedes comerlos. Vas observando cómo evolucionas y sigues restringiendo otros alimentos. Pero es que si vas alimentando estas voces, ese espíritu de la enfermedad, cualquier alimento puede contener algo que consideras negativo y lo evitas de cualquier forma. Pero es verdad que hay una falta evidente de educación nutricional.

—¿Cuáles eran sus alimentos tabú?

—Tomaba chucherías, pero eso fue fácil de eliminar. Pero, por ejemplo, el pan. Es un alimento que siempre se ha estigmatizado. Creo que, como todo, en su justa medida es bueno. Yo soy reticente, por todo lo que me ha pasado, a todas estas dietas mágicas. Hay expertos que sabrán de la materia y no pongo en cuestión la ciencia, pero depende del cuerpo y de la persona. Por supuesto restringí comidas como la pizza o la pasta. Pero sobre todo el pan. Y de ahí vas quitando otra cosa, y luego otra, y vas ingiriendo solo lo que a ti te parece que es bueno. Alimentos menos calóricos como las verduras o beber mucha agua, que hace que te sacies mucho.

—¿Qué acabó comiendo?

—Principalmente verduras. Todo a la plancha; nada de rebozados. Empiezas a quitar pizzas o bollería y todo tiene que ser una dieta adelgazante cuando ya estás en un peso muy bajo. Las legumbres también las quitas. Restringes alimentos que crees que son malos, cuando no es así.

—Me parece increíble que usted no se diese cuenta de lo que estaba pasando.

—Lógicamente me veía delgado, pero no de tal gravedad. Yo no sabía qué podía conllevar esto ni hasta qué punto no podía cumplir con mi día a día. En clase, estaba distraído, no podía atender a lo que me decían. Era lógico, no tenía esa energía que te dan los alimentos. También la actitud te cambia, estás más triste, muy irritable, reaccionas a cualquier comentario. Todo el mundo lo ve, pero quien te alerta es la gente que más te quiere, los que encuentran fuerza de voluntad para decírtelo. Fueron mis padres. Muchos de mis amigos también lo estaban viendo, pero por miedo o desconocimiento no me lo decían. Pero por mí mismo no me daba cuenta de en lo que me estaba metiendo. Por eso quiero recalcar que, aunque no te atrevas a pedir ayuda, sí te dejes ayudar. Yo me dejé ayudar, sabía quién me cuidaría. Se lo repetía mi madre una y otra vez. Yo no era consciente en lo que me estaba metiendo, pero sí quería que me cuidasen y me ayudasen.

—Es duro decirle a alguien que tiene un trastorno de la alimentación. Además, estamos aprendiendo a no dar opiniones no pedidas sobre el cuerpo de la gente.

—Sí. Estoy de acuerdo. Pero al final, recoges los comentarios de quien realmente te importa; sabes quién te dice las cosas para ayudarte. Mis padres me lo dijeron. «Oye, Manu, te vemos muy cambiado, creemos que te está pasando algo». Y al final entiendes que aquí hay algo que está pasando y que está siendo grave. Cuando ya te llevan al hospital, empiezas a ser más consciente y vas conociendo la enfermedad. Pero yo al principio no era consciente de lo que era, de la distorsión que conlleva en plena etapa de cambios psicológicos y físicos como es la pubertad.

—¿Esa fue la frase: «Oye, Manu. Creemos que te está pasando algo»?

—Sí, que estaba muy cambiado y que creían que teníamos que ir al médico. Y fuimos al de cabecera. En un principio no me dijeron nada, pero mis padres me llevaron a psiquiatría y aquello me descolocó. En ningún momento supe a qué se debía, pensaba que era algo más físico que mental. Cuando me planté en psiquiatría fui siendo consciente de lo que se venía. Del proceso muy largo que afrontaría; que mucha gente pasa y otra no.

—Dice que esperaba algo físico, ¿qué hubiese esperado?

—Pues que estaba perdiendo mucho peso, no que estaba sufriendo estos cambios emocionales y mentales. Yo estaba en una nube, abstraído ante cualquier comentario, porque cuando me diagnosticaron la enfermedad no me lo tomé ni bien ni mal. Recibes esa información y por un oído te entra y por el otro te sale. Es que estaba muy grave y no sabía lo que me estaba pasando. Esto es como una droga. Esos vicios que hacía de forma automática y sin parar: restringir, hacer ejercicio y sudar. Y volver a empezar el bucle. Esa rutina excesiva y tan grave. Vas tomando consciencia. No hubiese sido capaz por mí mismo de cambiarla.

—El «bullying» está detrás de muchos trastornos de la alimentación, pero no parece especialmente su caso.

—A ver, yo sí recibía comentarios sobre mi sobrepeso a los que no hay que restarles importancia. Te marcan. Era un chico muy tímido a la hora de interactuar con las chicas, no tenía seguridad para hablar con ellas. Eso te va minando la moral y te dices que, en algún momento, de alguna manera, tienes que cambiar. Pero no echo la culpa a nadie. Creo que fue un proceso mío, de perfección, de querer rutinas constantes y der ser muy exigente conmigo mismo. Porque yo era muy autoexigente. Sigo siéndolo, aunque ya de una manera más sana. Fue más un reto mío. Un reto que se me fue de las manos.

—¿Cómo recuerda estar ingresado en la unidad de psiquiatría?

—A mí me ingresan dos veces. La primera, estaba realmente mal. No recuerdo mucho. Entro, precisamente, en el día de mi quince cumpleaños. La fecha la tengo marcada. Salgo muy rápido. Creo que demasiado. Ese verano tuve que ingresar en el hospital de día. Y, al año siguiente, volví a ser internado y estuve cuatro meses. Cuatro meses en el hospital con dieciséis años, perdiéndote vivencias propias de tu edad, es una experiencia impactante, pero te hace consciente de lo que te está haciendo la enfermedad. Cada terapia cuenta, cada día frente al plato cuenta. Pude acabar el instituto. Lo hice sin perder curso, que realmente no sé ni cómo lo hice. Tuve que estudiar mientras estaba ingresado. Cuando salía, me examinaba. Creo que fui demasiado rápido y exigente queriendo no perder un año cuando lo realmente importante era mi salud. Pero terminé y puede empezar una carrera, que era algo impensable. En el 2020 recibí el alta y pasé a terapias de control.

—Supongo que cuatro meses en un psiquiátrico dan para conocer muchas historias, ¿qué se encontró?

—De todo, experiencias y vivencias que nunca creí que iba a escuchar y que creo que nunca más escucharé. Conocí a otros pacientes que llevaban mucho tiempo lidiando con sus problemas. Porque esta enfermedad parece que se puede curar rápido, pero la gente no es consciente de que los plazos dependen de muchos factores. Yo tenía quince años y conocí a gente que llevaba, precisamente, quince años en tratamiento. Eso te hace ver la enfermedad de otra forma. Conoces otros trastornos como la bulimia o la vigorexia. La gran mayoría eran chicas. Veo evidente que las mujeres tienen más trasfondo emocional que los hombres y por eso me sentí muy a gusto, porque pude abrirme emocionalmente. No quiero generalizar, pero creo que es así. Me sentí muy arropado, afortunado y agradecido de poder aprender de ellas y de que muchas hayan podido salir de esta enfermedad.

—A lo largo de la charla ha dicho que no todo el mundo lo consigue. 

—Sí. Hubo suicidios, hubo casos en los que la extrema delgadez provocó paros cardíacos, Pacientes que tenían que llevar una sonda todo el día y que no consiguieron recuperarse.

—Pero ha dicho que incluso usted mismo pensó por momentos que no sobreviviría.

—Cuando ingresé, pensaba que no iba a salir. Que me quedaba poco. Son esos pensamientos negativos de la enfermedad que te llevan a decir «basta ya», a querer dejar de sufrir. Ese sufrimiento constante del día a día era horrible. Es no querer levantarte de la cama, no querer esforzarte y no tener energía. Si no puedes salir, te lleva contigo y te hunde a la miseria. Lo sé por lo que he visto y por lo que he vivido.

—Alguien podría hacerle una pregunta muy básica: si sufría tanto, ¿por qué no comía? ¿Qué le diría a esa persona?

—(Ríe) Pues que no tiene nada que ver una cosa con la otra. Que el sufrimiento al que te lleva esta enfermedad va más allá de la comida. Claro que el diagnóstico gira en torno a la comida, pero te hace sentirte la nada. Aparte de la anorexia, tenía una depresión muy fuerte que no se solucionaba con decir: «Come un poco más, chaval, que en dos días estás corriendo». Que a veces lo escuchaba. Entiendo que la gente no era consciente, pero creo que se puede modular ese mensaje y que poco a poco seamos capaces de entender lo importante que es la comunicación. No sabemos cómo está cada uno en sus aspectos personales. Es importante que no nos fijemos tanto en el aspecto físico. Que cambiemos el «qué guapo estás» o el «te veo más delgado» por el «tenía muchas ganas de verte». Ojalá.

—Con todo lo que ha pasado, ¿es capaz hoy de detectar actitudes que pueden indicar un problema y que al resto de personas se le pasarían por alto?

—Hay factores comunes que normalmente, aunque cada paciente es diferente, se notan. Para mí, el más evidente es ver a alguien delante del plato jugando con él: ver que distribuye los alimentos de distintas formas por el plato, que los mueve de un lado a otro. Yo partía mucho el plato para darme la sensación de estar saciado. Eso se ve, lo he visto en mucha gente. Las manías frente al plato para mí son muy evidentes. También el cambio de actitud, que es muy importante. Notar un cambio de personalidad, a cómo responde a ciertas preguntas, si está distraído. Por supuesto, los vómitos, que yo nunca lo hice. Pero creo que la actitud frente al plato, el jugar y el miedo a cómo se ve ese plato es una red flag evidente para estar alerta. 

Lois Balado Tomé
Lois Balado Tomé
Lois Balado Tomé

A Coruña (1988). Redactor multimedia que lleva más de una década haciendo periodismo. Un viaje que empezó en televisión, continuó en la redacción de un periódico y que ahora navega en las aguas abiertas de Internet. Creo en las nuevas narrativas, en que cambian las formas de informarse pero que la necesidad por saber sigue ahí. Conté historias políticas, conté historias deportivas y ahora cuento historias de salud.

A Coruña (1988). Redactor multimedia que lleva más de una década haciendo periodismo. Un viaje que empezó en televisión, continuó en la redacción de un periódico y que ahora navega en las aguas abiertas de Internet. Creo en las nuevas narrativas, en que cambian las formas de informarse pero que la necesidad por saber sigue ahí. Conté historias políticas, conté historias deportivas y ahora cuento historias de salud.