La realidad de las «good doctor»: «Soy autista y puedo darme cuenta de que un paciente está hipotensando antes que el resto»

Lucía Cancela
Lucía Cancela LA VOZ DE LA SALUD

SALUD MENTAL

Una médica intensivista, una psicóloga y una enfermera comparten cómo afrontan su trabajo teniendo TEA. Esta es la realidad de las «good doctor».
Una médica intensivista, una psicóloga y una enfermera comparten cómo afrontan su trabajo teniendo TEA. Esta es la realidad de las «good doctor». La Voz de la Salud

Una médica intensivista, una enfermera y una psicóloga comparten su labor teniendo un trastorno del espectro autista

06 abr 2024 . Actualizado a las 16:39 h.

Una mujer por cada cuatro hombres. Esta era, hasta no hace mucho, la estimación de casos de autismo que prevalecía. Tradicionalmente, se ha considerado el trastorno del espectro autista (TEA) como una condición de mayoría masculina, lo que ha retrasado e invisibilizado el diagnóstico en la población femenina. Un fenómeno con consecuencias: estereotipos, prejuicios, diagnósticos previos erróneos y una literatura científica que recoge, en mayor medida, la perspectiva de niños y hombres, y apenas la de género. 

Esta realidad se traslada a la ficción. A muchos se les vendrá a la cabeza el personaje de Shaun Murphy (Freddie Highmore) en The Good Doctor, un neurodivergente que demuestra su valía en el campo de la medicina. La serie recoge su periplo como doctor autista en un hospital, un papel que no solo recibe aplausos, sino también críticas. ¿La razón? No hay dos autistas iguales y esta interpretación puede llevar a la creación de estereotipos entre la sociedad. Por eso, una intensivista, una enfermera y una psicóloga comparten su testimonio dentro del espectro. Ellas son las good doctor de la sanidad. 

Justyna, intensivista: «Tuve que aprender a ser sincera a la vez que empática»

Justyna tiene 34 años, y sabe que tiene Trastorno del Espectro Autista y altas capacidades desde los 31. Sus notas fueron de diez y su rendimiento académico, envidiable para muchos. Tanto, que estudió medicina y se especializó en intensiva. Ahora, trabaja en la uci de un hospital madrileño. Hasta que obtuvo su diagnóstico se sintió diferente a los demás, aunque el cambio real llegó con el instituto. «De repente, los intereses de mis compañeros cambiaron y yo veía que no encajaba en ningún grupo», recuerda.

Con la vista puesta en el pasado, reconoce que se podían ver algunos indicios que, en aquel momento, ni ella ni su entorno conocían. «Por ejemplo, en la escuela infantil ya les habían comentado a mis padres que yo podía tener algún retraso mental», dice en referencia a las expresiones de la época. Que hacía «cosas raras», como alinear los juguetes o no interactuar como lo hacían el resto de niños. Sin embargo, la valoración no fue a más. 

Justyna, diagnosticado de TEA, en su lugar de trabajo.
Justyna, diagnosticado de TEA, en su lugar de trabajo.

Mientras estudiaba la carrera, tuvo alguna sospecha. Pero apenas se hablaba del autismo y, mucho menos, en mujeres. Solo cuando llegó a sus manos el libro Aspergirls, de Rudy Simone, pudo sentirse cien por cien identificada. Por definición, el trastorno del espectro autista es una condición de origen neurobiológico que afecta, mayormente, a la comunicación e interacción social, y a la flexibilidad del comportamiento y del pensamiento. Sin embargo, obtiene matices en la población femenina, porque ellas son más propensas a camuflar mejor sus dificultades y suelen presentar competencias sociales más adecuadas. «Se conocen más los intereses restringidos de los hombres, como los trenes, mientras que nosotras nos interesamos más por cuestiones que se pueden esconder en lo habitual de las chicas», indica la doctora. 

Una situación que muchos autistas experimentan es la de no poder mirar a los ojos. Para integrarse en la sociedad, aprenden a hacerlo, aun sin obtener los mejores resultados. Justyna es un ejemplo de ello. «Hoy en día ya no lo fuerzo, pero antes sí, porque si no mirabas directamente se pensaba que no eras trigo limpio y ocultabas algo», indica. Reserva este esfuerzo para ocasiones especiales, en una relación muy formal y puntual: «Pero no me entero de nada de la conversación porque pongo todas mis fuerzas en mantener la mirada», dice. 

Las relaciones sociales con pacientes y familiares

Con la carrera obtuvo un respiro y sus relaciones sociales mejoraron. Sus intereses coincidían con los de sus compañeros. Tampoco estaba obligada a hacer muchos trabajos en grupo, lo que le permitía tener su rutina. La situación cambió, radicalmente, al empezar las prácticas en los hospitales. «Las demandas sociales, tanto con el resto del personal sanitario como pacientes y familiares son muy importantes y me encontré con problemas a ese nivel», cuenta.

Por suerte, más allá de alguna anécdota, no tuvo ningún episodio de gravedad. Con trabajo y esfuerzo ha mejorado mucho en este sentido. «Son cosas que tienes que aprender. Ya empezamos a hacer cursos o talleres para tener habilidades de trabajo en equipo y gestión emocional», señala. 

Precisamente, las personas con TEA pueden tener dificultades a la hora de interpretar correctamente la comunicación no verbal, utilizar un lenguaje ajustado a la situación o comprender las emociones, deseos o intenciones de otras personas y utilizarlo en la interacción social. Justyna, consciente de su sinceridad, trató de modularla en un principio, aunque pero que era peor el remedio, que la enfermedad. «Intentaba darle muchas vueltas y adornar la información para evitar ser tan directa como soy siempre. Al final, vi que era peor porque solo confundía a la gente. Así que aprendí a ser sincera, a la vez que empática», celebra. Para qué negarlo, a nadie le resulta plato de buen gusto hablar de un fallecimiento o enfermedad de un ser querido. 

Al contrario de lo que le sucede al doctor Murphy, ella no ha experimentado un shut down en plena atención médica. «A base de formarte, sabes responder bien si hay una crisis. Yo suelo verme totalmente concentrada en la situación y lo único que me puede molestar un poco son los ruidos y el jaleo que se monta en la uci», apunta. A trabajar con estrés también se aprende. Mientras que en el hospital no hay quien la pare, dice que cuando llega a casa le puede «dar el bajón y necesitar reponer fuerzas», añade. 

«A los médicos, las series de médicos nos cuestan mucho porque hay cosas que no son reales y nos ponen muy nerviosos», explica entre risas. Aplaude producciones como The Good Doctor, aunque entiende a quienes piensen lo contrario. Su opinión puede estar mediada porque, en parte, vive situaciones parecidas a las del protagonista. «Hay un capítulo en el que le molesta un fluorescente que está parpadeando. Es una pequeña anécdota que a mí me ha pasado y me gusta que salga», detalla.

Lo mismo sucede con el pensamiento visual. En la ficción, el doctor Murphy logra entender muchos problemas porque construye imágenes en su cabeza del cuerpo humano. Justyna, también. «A veces, comprendo cosas a nivel visual que me cuesta explicar con palabras. Especialmente si, por ejemplo, hay residentes y tienes que justificar una decisión», describe. Por último, no se olvida del apoyo que ha tenido por parte de sus compañeros, lo importante, para ella, es tener cerca a gente que te ayude cuando te haga falta. 

Sospecha que hay muchos médicos que son autistas, «no sé si han sido diagnosticados o no, pero por su comportamiento nos parecemos», explica. Un hecho que se convierte en una necesidad: «Al final, somos una población muy amplia y creo que los neurodivergentes también se merecen que les traten especialistas con su perfil que puedan entenderlos mejor», indica. Con su testimonio, espera que otros se animan a elegir la carrera de medicina, que tantas alegrías le ha dado.

Su entorno laboral sabe que tiene trastorno del espectro autista, aunque cree, que si fuese a una entrevista, no lo compartiría de primeras. Todavía hay mucho estereotipo contra el que luchar. 

Antía Bacelo, enfermera: «Yo no tengo TEA, yo soy autista»

A Antía Bacelo le confirmaron su diagnóstico en enero del 2023, con 36 años. Esta enfermera, residente en A Coruña, prefiere utilizar el verbo ser y no tener. «Yo no tengo TEA, yo soy autista. Para mí, las personas diagnosticadas no tenemos nada, sino que lo somos», explica. Nunca había pensado en la posibilidad de serlo, porque apenas conocía esta condición, aunque reconoce que siempre se le ha hecho saber que era «un bicho raro». Es más, vivió parte de su vida dando la razón a quien se lo decía.

Cree que de haberlo sabido durante todo este tiempo, se hubiera respetado más. «Llega un momento en el que las personas autistas nos quedamos sin energía, tenemos un shut down o apagón. Y a mí se me había enseñado todo lo contrario, que no podía parar», recuerda. Se le viene a la cabeza la sensación de cansancio con la que llegaba a cada verano. 

Las sospechas de estar dentro del espectro llegaron a raíz de un primo pequeño, que ya a una corta edad fue diagnosticado. «Me puse a leer más sobre el tema, y según lo iba haciendo, pensaba: “Esto lo tengo yo, y esto, y esto…”». Las pruebas confirmaron sus conjeturas. Cuando lo descubrió, vivió una especie de éxtasis, y poco después, vino el duelo. «Te pones a pensar qué pasaría si lo hubiera descubierto más temprano y por qué no hubo sospechas», explica. Culpa, rabia y, finalmente, aceptación. «Las cosas llegan cuando llegan y recomiendo tomarse el diagnóstico como un punto de inflexión para conocernos a nosotros mismos y a nuestra neurodivergencia», señala. 

Antía Bacelo es enfermera en un hospital de A Coruña.
Antía Bacelo es enfermera en un hospital de A Coruña. MARCOS MÍGUEZ

Algunos aspectos de las relaciones interpersonales se le atragantan, no tiene necesidad de tener conversaciones por tener, presenta un deseo de rutina importante y, en el trabajo, dice, «soy sota, caballo, rey». También tiende a un pensamiento dicotómico, «de blanco o negro, sin grises», y en muchos casos, llega a ser directa y literal, «de forma que me cuesta detectar el sarcasmo en otras personas», describe. 

No todo es Hollywood

Su pasión por la enfermería fue algo vocacional. «Desde pequeña, quise hacer una carrera con la que pudiese ayudar a los demás», apunta. Y así lo hizo. Ahora, trabaja en una unidad de hemodiálisis. 

En lugar de al doctor Murphy, ella dice parecerse más a Sheldon Cooper, de The Big Bang Theory. «Es cierto que son personajes estereotipados al extremo, pero con el primero, por ejemplo, me identifico por mi percepción del detalle», precisa, y pone un ejemplo: «A veces me doy cuenta de que un paciente está hipotensando antes que el resto porque veo algo que ellos no. Y otras veces, sucede al revés, porque ellos se fijan más el conjunto», indica. Este es el valor de trabajar con neurotípicos. 

Esta enfermera considera que es «muy importante que la sociedad empiece a escuchar a las personas autistas», reclama. Solo de esta forma, la gente podrá entender que esta condición «va más allá de lo que nos enseña Hollywood, y que hay muchos individuos que ni se parecen al doctor Shaun ni a Sheldon», concluye. 

Marisol Conesa, psicóloga: «Veía algunos personajes de ficción que tenían autismo con los que compartía rasgos»

Marisol Conesa no solo tiene trastorno del espectro autista (TEA), sino que también se dedica a ello. Es psicóloga en la Asociación de Personas con Autismo de la Región de Murcia. Desde allí, dice, ayuda a que los usuarios se sientan más reflejados. Esta joven murciana, de 22 años, siempre presentó los signos más típicos, aunque no obtuvo la confirmación hasta los 18. «El diagnóstico estaba formalizado desde los dos años, pero nunca me lo dijeron. Así que pasé parte de mi vida como si fuera una neurotípica», cuenta. Ella se sentía rara, sabía que no encajaba en la mayoría que la rodeaba: «Tenía peculiaridades que me hacían sospechar. Por ejemplo, veía algunos personajes de ficción con los que compartía rasgos, como tener unas manías muy concretas, dificultades para comunicarse, o que me agobiaba mucho cuando había un imprevisto», recuerda. Lo comentó, pero nadie llegó a confirmárselo hasta su mayoría de edad. 

De haberlo sabido, cree que las cosas podrían haber sido «un poco más sencillas», que hubiesen caído por su propio peso. Marisol llegó a pensar que era muy tiquismiquis, «o una tonta» por no alcanzar ciertos estándares. Los profesores le dijeron, en alguna ocasión, que no tenía interés por aprender. Nada más lejos de la realidad. Ella quería hacerlo —de hecho, lo consiguió— solo que necesitaba algo más de tiempo. «Saber que tenía TEA fue un alivio, porque descubres que no es tu culpa, ni que eres la única, sino que le sucede a mucha gente. Es un trastorno formalizado», detalla con conocimiento de causa. 

Siempre ha estado interesada por la psicología. De pequeña se fijaba en esta profesión: «Los veía como expertos en consolar a la gente que estaba triste», indica. Marisol sentía que quería hacer lo mismo, poder ayudar a otros. A medida que fue creciendo, supo que esta especialidad es mucho más. La carrera no fue fácil. En la facultad hicieron ciertas adaptaciones para su contexto,  — que le asignasen una compañera para tomar los apuntes o dejarle quince minutos extra en cada examen—, y al final, por casualidad, acabó trabajando con personas neurodivergentes. «No lo había pensado hasta que hice las prácticas en la asociación». Ahí se dio cuenta de que ella podría ofrecer un camino intermedio en los problemas del día a día. «Por ejemplo, si un chico está manipulando un objeto porque está agobiado, el resto de las personas pueden pensar que es una tontería, pero yo puedo ver que a mí me pasaba lo mismo con una muñeca a la que tenía mucho aprecio», indica. En base a ello, busca una solución.

Marisol Conesa, en Astrade, la Asociación de Personas con Autismo de la Región de Murcia.
Marisol Conesa, en Astrade, la Asociación de Personas con Autismo de la Región de Murcia.

No le falta empatía

Crecer dentro del espectro le ha afectado de distintas formas. Cuenta que, por ejemplo, no entiende las ironías. O que, por el contrario, son otros quienes no la entienden a ella. «Cuando gasto una broma a personas neurotípicas, lo malinterpretan. A mí me cuesta modular la voz y me sale un tono muy serio», explica. Se ríe. Al final, se lo toma con humor. 

Esta condición convive con muchos mitos. Ni siempre son genios, ni les falta empatía. «Suelen decir que nos cuesta ponernos en el lugar de los demás, y pienso que no siempre es así», aclara. De hecho, llega a ser todo lo contrario. Mucha gente con TEA se pone tanto en la piel de los demás que llegan a emocionarse. Es su caso. «Cuando vi el Titanic, lo pase muy mal al ver cómo la gente estaba en peligro, o cuando había despedidas de una madre con su hijo», precisa, a la vez que añade: «No nos falta empatía, pero se manifiesta de una forma que no es convencional y a lo mejor por eso no se detecta».

Lucía Cancela
Lucía Cancela
Lucía Cancela

Graduada en Periodismo y CAV. Me especialicé en nuevos formatos en el MPXA. Antes, pasé por Sociedad y después, por la delegación de A Coruña de La Voz de Galicia. Ahora, como redactora en La Voz de la Salud, es momento de contar y seguir aprendiendo sobre ciencia y salud.

Graduada en Periodismo y CAV. Me especialicé en nuevos formatos en el MPXA. Antes, pasé por Sociedad y después, por la delegación de A Coruña de La Voz de Galicia. Ahora, como redactora en La Voz de la Salud, es momento de contar y seguir aprendiendo sobre ciencia y salud.