¿Retorna la inflación?

xosé carlos arias CATEDRÁTICO DE ECONOMÍA DE LA UNIVERSIDADE DE VIGO

MERCADOS

08 ene 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Tras varios años de decrecimiento, el IPC ha regresado a tasas positivas, con un aumento de en torno al 1, 5 %. Este dato está levantando voces de alarma sobre la posibilidad de que estemos volviendo a un escenario de inflación difícil de domar. Pero, ¿verdaderamente hay para tanto? ¿El aumento de los precios en esas proporciones constituye un problema real para la economía? Y más importante aún, ¿estamos ante un cambio de tendencia, que se mantendrá en el tiempo? Para responder con alguna precisión a estos interrogantes conviene introducir un par de consideraciones sobre la naturaleza de la inflación como problema económico.

La primera es que frecuentemente etiquetamos como inflación a lo que no lo es: para que podamos denominarlo así con rigor es necesario que se trate de un fenómeno sostenido, acumulativo, y no de un simple y aislado movimiento al alza de los precios. Quiere decirse que el aumento de un indicador como el IPC no pasa de ser el elemento visible de un asunto que, si se trata de una genuina dinámica inflacionista, puede ser ciertamente complejo. Y en esa complejidad con frecuencia conviven problemas de diferente carácter. En ese sentido, hay que distinguir entre dos tipos de inflación: la que se origina en torno a la presión del consumo o la inversión, y la que tiene su origen en el aumento de los costes, ya sean los de las materias primas o los salarios.

Si bien esta última -que fue tan importante en la crisis de la década de 1970- constituye siempre una rémora para las economías que la sufren, la inflación de demanda exige una mirada diferente, pues un aumento moderado de los precios puede ser, sencillamente, una señal de dinamismo del sistema de intercambios (y al contrario, su no crecimiento un signo de atonía). Los dos fenómenos a veces se dan simultáneamente (o incluso se retroalimentan), pero puede ocurrir también que vayan en dirección opuesta. Es decir, que convivan presiones inflacionistas por el lado de los costes con otras de signo deflacionista en lo que se refiere al empuje de la demanda. Esta precisión es importante, porque es exactamente lo que ahora ocurre: la subida del precio del barril de petróleo en casi un 50 % en el último año (desde los 40 dólares a un entorno de 60) es lo que está detrás de las subidas recientes del IPC en todo el mundo desarrollado, y todo sugiere que esa línea se mantendrá a lo largo del 2017.

Tales predicciones, sin embargo, apuntan a una evolución muy moderada: en el caso de España, el índice debiera subir en torno a un 1,7-1,8 %, algo ligeramente superior al conjunto de la UEM (1,5 %) y en torno a la media de los países desarrollados (1,9 %). Si recordamos que el objetivo de casi todos los bancos centrales en esta materia es el 2 %, podremos constatar que el temor a un retorno de la inflación es, al menos de momento, bastante exagerado. Y aquí procede introducir la segunda reflexión: la inflación puede ser un problema endemoniado y de consecuencias lacerantes si se produce en altas dosis, tal como ocurrió en todo el mundo en el último tercio del siglo XX. Pero un entorno así, decididamente inflacionario, ya queda lejos en la realidad económica de los países desarrollados, aunque algunos gobernantes sigan obsesionados por su espectro (lo que en los últimos años produjo algunos importantes errores en la dirección de la política económica). Ese es uno de los grandes peligros del 2017: que el miedo a una amenaza de inflación (asociada al coste de la energía) constituya un nuevo obstáculo para la reactivación, y en último término alimente las fuerzas deflacionistas que perviven en torno a la demanda.