Alarma en la factoría global

Xosé Carlos Arias CATEDRÁTICO DE ECONOMÍA DE LA UNIVERSIDADE DE VIGO

MERCADOS

05 feb 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Parece que la proclamada deriva proteccionista de la política económica norteamericana va en serio. El recuerdo de las desgracias acontecidas en otros momentos históricos en los que una gran potencia puso en marcha escaladas proteccionistas sin disimulo alguno -como ocurrió en la Gran Depresión de los años treinta- es motivo más que suficiente para que cunda la preocupación. En todas partes, menos en Wall Street, en donde los inversores asienten con plena euforia los nombres de las nuevas autoridades (tan próximas) y las perspectivas de fuertes reducciones en la carga impositiva sobre el capital. Puro cortoplacismo; y también una muestra más de hasta qué punto puede ser disparatada la idea de «plena racionalidad de los mercados».

Porque al atisbar un poco más allá se detectan algunas amenazas importantes para el sistema económico. Una muy notable, y de la que quizá no se habla lo suficiente, es la posibilidad real de que se acaben rompiendo las cadenas de valor, una parte significativa de las cuales tienen hoy un carácter global. A diferencia de lo que ocurría hace unas décadas, cuando la producción estaba concentrada dentro de las economías nacionales, o dentro de bloques regionales, la realidad presente es mucho más compleja. En lo que se ha dado en llamar la factoría global, los procesos productivos de múltiples sectores están repartidos a lo largo del mundo. En cierto sentido, deslocalización y fragmentación productiva han ido de la mano, pues las diversas fases y procesos que conducen a colocar un producto en el mercado se han ido separando unas de otras, ubicándose en muchos casos en países diferentes en la búsqueda de la máxima rentabilidad.

Es el caso del sector del automóvil, en el que con frecuencia los diferentes componentes que se van agregando a la generación del bien final se producen en países distintos. Y no es una cosa de ahora mismo: ya en el año 2000 se estimaba que solo un 37 % del valor de producción de un coche norteamericano tenía su origen en Estados Unidos; el resto -provisión de tecnología, ensamblaje o servicios diversos- venían de los lugares más diversos: desde Japón a Alemania, pasando por Taiwan o Corea del Sur.

En ese juego, la propia idea de exportar o importar ha cambiado sustancialmente. Si hace no mucho el comercio internacional giraba en torno a los bienes finales, ahora son sobre todo los insumos intermedios los que lo protagonizan. Así lo ha confirmado un informe presentado a la cumbre del G20 en San Petesburgo en el 2013, según el cual ese tipo de productos representan más del 65 % de las manufacturas intercambiadas en los mercados mundiales (un 70 % en el caso de los servicios).

El componente redistributivo de estos extraordinarios y profundos procesos de cambio económico es bien conocido. Constituye una de las razones principales del gran avance de la desigualdad en el mundo desarrollado (aunque también haya favorecido la notable ampliación de las clases medias de China o India). Está claro que la aceptación acrítica de esa realidad, tan extendida en el pasado reciente, no podía durar mucho en estos tiempos de dificultad. Entre otros, el gran economista de la Universidad de Harvard Dani Rodrik lo ha explicado con acierto. Pero si el debate y las propuestas de corrección de los abundantes excesos son bienvenidas, la irrupción aislacionista de la nueva Administración norteamericana, como auténtico elefante en cacharrería, puede provocar un daño considerable. Así ocurrirá sin duda si, como comienza a pergeñarse, sus medidas sajan bruscamente las cadenas de valor tal y como ahora están conformadas.