¿Por qué heredar un oficio?

Paloma Ferro
Paloma Ferro REDACCIÓN / LA VOZ

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Por vocación, practicidad o tradición, hay profesiones que se transmiten entre generaciones; el legado puede ser garantía de un empleo o traducirse en una barrera legal o psicológica

30 abr 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Perder el nombre de pila es la primera consecuencia de seguir los pasos profesionales de un progenitor. No importa lo que diga tu DNI. Todos te conocerán como el «el hijo de fulano, que también es médico, o dentista o mecánico». Un referente familiar ha dejado el listón a un nivel y el que le sigue tiene la presión de saltarlo. Esta realidad tiene una doble lectura. O múltiple, porque hay tantas reacciones como personas. Pero simplificando, para algunos actúa de repelente y para otros de motivación. «Gran parte de mi trabajo consiste en reorientar laboralmente a personas que han seguido una línea familiar que no les conecta con su talento», explica Ainhoa Mallo, directora de Cowalking Coach.

Continuar con un negocio ya en marcha es una de las razones más comunes para recoger el testigo. En otras ocasiones pesa el sentimiento. «La herencia de padres a hijos es más común en las profesiones vocacionales, las que se deben ejercer con pasión, porque el progenitor transmite esa pasión a sus hijos», explica Jesús Labrador, director del máster en Recursos Humanos de ICADE Business School. En el primer caso, se parte de un patrimonio, garantía de futuro. En el segundo, se parte de un apellido y muchos contactos. Pero no todo son ventajas.

Si se entra en la empresa familiar, la relación laboral está más expuesta a los conflictos. «De inicio, es más complicada», explica Jesús, «aunque hay muchos casos de empresas familiares de éxito». Si no hay empresa familiar, el legado puede ser una losa. «Cuando el padre o la madre ha sido una figura muy relevante, el aspirante tiene las expectativas muy altas», explica Jesús. En opinión de Ainhoa, «la presión interna puede ser brutal».

A la pared psicológica se une la legal, porque hay empresas con regulaciones internas que prohíben la contratación de personas de la misma familia. Cierto es, que en muchas otras, lo común son los currículos referenciados, si es a un familiar, mejor. «Si nos llega referenciado los entrevistamos a todos por cortesía, pero tienen las mismas oportunidades que el resto», asegura Iria Roade, que trabaja en Recursos Humanos en una empresa de telecomunicaciones.

Lo que hace 30 años era lo habitual, hoy disminuye. «Cada vez más hijos se separan de las profesiones de sus padres», explica Ainhoa. Ahora hay más opciones, y en ese universo de posibilidades heredar la profesión es sencillo. La vocación, no tanto.

«Non quería estudar, así que non me quedaba outra»

José Manuel y José Francisco Gómez, carpinteros de ribeira

ANGEL MANSO

José es, probablemente, el carpintero de ribeira más joven de Galicia. Tiene 25 años y trabaja con su padre en el puerto de Lorbé desde hace diez. «Empecei moi novo porque non quería estudar, así que non quedaba outra que traballar», reconoce José, que admite «que ao principio non collín a profesión con moito cariño. Con 15 anos pensas noutras cousas». Su padre, sin embargo, recuerda que José, ya con 13 años, lataba a clase para acompañarlo al trabajo. «Dicíame que non tiña escola e aparecía por alí».

José hijo quería ser soldador y aún hoy en día lo mantiene como afición. Pero lo que empezó como una obligación, seguir la profesión de su padre, acabó por gustarle, por engancharlo irremediablemente. «Ao principio non te enteras de nada. É moi difícil. Na plantillas só ves trazos. Hoxe, sin embargo, o que máis me gusta é facer os trazados», admite José hijo.

en los genes

La tradición familiar se remonta en realidad otra generación. Aunque Pepe fue el primero de la familia en hacerse carpintero de ribeira, su padre «era mariñeiro e xa facía chapuzas no barco». Ahora, Pepe es a la vez jefe y maestro de su hijo, lo que le llena de orgullo y también de responsabilidad. Aunque también le procura algunas discusiones. «Traballar coa familia non é bo», confiesa José hijo, «porque non lle fas tanto caso a unha persoa da túa familia. A confianza da máis liberdade».

Ambos están de acuerdo, sin embargo, en el valor que tiene esta herencia, al perpetuar una profesión artesanal que está desapareciendo en Galicia y de la que apenas queda ya testimonio salvo en casos como el de Lorbé. Por eso, José hijo quiere que la historia se repita con la siguiente generación, con sus propios hijos. Y así, ya lo ven, del odio al amor hay un paso, también en las profesiones.

«Me comparan con él y eso supone un reto constante»

Pedro y Román Rivas, trabajan en la misma clínica dental

VÍTOR MEJUTO

Cuando Román era pequeño, algunos días su padre, médico estomatólogo, llevaba a casa 30 carros de diapositivas. Tenía que preparar las conferencias que impartía por toda España. Y su familia hacía las veces de público para los ensayos. «No entendía nada de lo que decía, pero me encantaba escucharle. Y cómo una boca o diente que estaba feo y estropeado pasaba a estar bonito y reluciente», recuerda Román. A esa edad en que los niños todavía sueñan con ser futbolistas o bomberos, Román le dijo a su padre que quería ser dentista. «En aquel momento no le di mucha importancia», confiesa Pedro, «pero fue como una promesa que se mantuvo en el tiempo. Ya no nos planteamos otra cosa. Me pareció fantástico ya que suponía que tendría continuidad la inversión que habíamos realizado». Hoy padre e hijo trabajan codo con codo en la clínica familiar, Rivas Lombardero, en A Coruña. Román, ya especialista en Cirugía Oral, reconoce que en su elección hubo un componente práctico, pero tiene claro que es una profesión muy vocacional. «Tengo dos hermanos y ninguno ha optado por este camino», puntualiza. Ha aprendido la profesión con la tranquilidad de tenerlo de apoyo , pero cuando tu padre es tu jefe te enfrentas a la comparación constante. «Es un halago y a la vez un reto y una motivación extra», admite Román. Pedro también ha aprendido lecciones. La principal, parafraseando a Mafalda, «que tenemos la misma experiencia los padres formando a los hijos que los hijos formando a los padres».

«Sabía desde pequeña que valía para esta profesión»

Natalia Vázquez y Andrea Bellón, peluqueras

ANGEL MANSO

«¿Y tú por qué dejaste el instituto?» Es la pregunta que le hacían a Andrea todos sus compañeros cuando entró por primera vez en la formación para ser peluquera. «No se lo creían cuando les decía que sí he acabado el Bachillerato», explica. «Me preguntaban qué hacía allí entonces. ¡Pues estudiar Peluquería porque me gusta!».

La fotografía de la joven que se dedica a la estética porque no vale para estudiar una carrera es un cliché más. Uno que a Natalia, madre de Andrea, le reconcome especialmente. «Para esto hay que valer y hay que tener vocación. La peluquería es muy sacrificada», asegura Natalia, que dirige y trabaja en una peluquería de Oleiros bautizada con su mismo nombre.

Tiene tres hijas y confiesa que mantenía la esperanza de que al menos una de ellas siguiera sus pasos. «Sabía que sería Andrea; es muy buena trabajando con las manos y siempre le ha interesado el arte». De hecho, Andrea, que ahora tiene 20 años, barajó la posibilidad de formarse en diseño de moda o interiorismo, pero al final se decantó por la peluquería. «Me dije, voy a probar un tiempo a ver si me gusta la formación. Y me gustó».

Es una alumna aventajada porque por las tardes practica en el negocio de su madre, que la ayuda y le da consejos. «Cuando nos enseñaban algo en clase yo ya lo sabía. Quizá no podía explicarlo de forma técnica, pero mis profesores reconocían que estaba bien», explica Andrea sonriendo a su madre, que rezuma orgullo a su lado.

Reconoce que hay ventajas en heredar una profesión, pero también inconvenientes. No quiere que las clientas de siempre la comparen con su madre. Por eso no tiene pensado heredar el negocio. ¿Supondrá esto un cisma familiar? Ni mucho menos. Su madre está de acuerdo en que «siga su propio camino». Escogerá la opción difícil. Todavía una incógnita, pero la suya propia.

«Todavía lo llamo cuando tenemos alguna duda»

José Luis y Damián Sueiro, trabajadores de Ence

CAPOTILLO

José Luis entró en la fábrica pontevedresa de Ence en la época de Franco, cuando aún se contrataban aprendices. Y allí trabajó más de 40 años, toda una vida, dedicada también a la defensa de los derechos de los trabajadores. «Mi padre trabajaba muchas horas, en turnos complicados», recuerda Damián, su hijo, «durante las paradas técnicas no se le veía el pelo y cuando estaba en casa mi madre nos pedía silencio para que pudiese descansar». Cada 24 de diciembre, la fábrica abría las puertas a las familias de sus empleados. Así es como Damián, siendo un niño, conoció Ence por dentro. «Lo que más me gustaba eran los digestores, unas tuberías muy grandes que están junto al párking», recuerda.

Que Damián terminara trabajando en la misma fábrica no fue vocación, aunque siempre dejó una puerta abierta. Estudió Artes Gráficas y tras probar varios trabajos envió su currículo a Ence. «En Pontevedra no hay mucha más opción y los estudios se adecuaban a lo que pedían», asegura.

Pasaron tres años hasta que lo llamaron para cubrir, con urgencia, una baja. «No fue sin tiempo», dice José Luis, que se llevó una alegría tremenda cuando lo llamó el jefe de personal. «El trabajo es duro, más duro de lo que se cree la gente, pero está bien pagado y la empresa reconoce lo que haces». José Luis, ya jubilado, ha pasado a ser consultor de dudas oficioso. «Los que somos más nuevos, cuando tenemos alguna duda, tiramos del teléfono. Por supuesto, yo llamo a mi padre», explica Damián.

Desde su entrada en la factoría de Lourizán, ha pasado a ser «el hijo de Sueiro». Hasta ha tomado el relevo como representante del comité de empresa.

«Mi madre me daba clase hasta cuando hacía la cena»

Catherine Bott y Jonathan Baliñas, profesores de inglés

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Quiso estudiar la misma profesión que su padre, economista, y ha terminado ejerciendo la de su madre, profesora. En medio de los dos extremos que por el momento conforman su vida laboral, Jonathan ha tenido experiencias muy variadas: cajero, dependiente, vendedor de coches , comercial y hasta bróker.

Nunca se había planteado ser profesor hasta que un amigo británico lo invitó de oyente a una de sus clases. Entonces , de repente, se visualizó haciendo lo mismo. Una revelación no tan milagrosa.

Porque pasó su infancia respirando la profesión en casa, donde su madre, de origen americano, impartía clases particulares de inglés. «A veces John, cuando era niño, se asomaba a saludar a los alumnos», recuerda Catherine, «decía que así podían ver una conversación en directo». Cuando los alumnos dejaban la casa, la academia no cerraba sus puertas. «Al final del día me sentaba en la cocina mientras mi madre preparaba la cena. Ella me hacía preguntas en inglés y me corregía los errores. ¡Nunca dejaba de dar clase!», se lamenta John, aunque reconoce que «lo que antes me molestaba, porque me daba pereza, ahora me parece un tesoro».

No fue su madre, sino su padre, el que trató de convencerlo en su momento para hacerse profesor. «Su padre siempre pensó que podía estudiar Filología Inglesa, para que montáramos juntos una academia, pero John se negó, quería estudiar Económicas, igual que su padre», recuerda Catherine.

Paradójicamente ha terminado haciendo el recorrido inverso. Y ha descubierto que le encanta dar clase porque «es muy dinámico». Trabaja en una academia, en varias empresas y también da lecciones particulares. «No creo que lo haya tenido más fácil porque mi madre sea profesora, pero estoy agradecido porque es un referente para mí», confiesa John. La línea recta puede ser el camino más corto, pero no siempre el más interesante.