Más dilemas para el Banco Central Europeo

MERCADOS

Christine Lagarde.
Christine Lagarde. SHAWN THEW | EFE

10 jul 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

A partir de la década de 1980 los bancos centrales se fueron convirtiendo al monocultivo del objetivo de estabilidad de precios, entendida siempre como ausencia de inflación. Lo que les condujo, incluso, a su redefinición institucional como organismos independientes del poder político (pues está acreditado que ese es el mejor modelo para alcanzar aquel objetivo). Cualquier otra referencia para orientar sus actuaciones, como la atención al crecimiento, estaba —sobre todo en Europa— fuera de lugar. Todo eso cambió radicalmente a partir del 2008.

En el caso de la Reserva Federal norteamericana el cambio se produjo ya en el otoño de ese año, con la aparición de una política monetaria muy heterodoxa dirigida a evitar el hundimiento de la economía. El BCE llegó mucho más tarde a ese viraje: hubo que esperar al 2012, y a Mario Draghi para observar un esquema que fuera más allá de la necesidad de «mantener la credibilidad antiinflacionista» del propio banco. Desde entonces hasta casi ahora mismo todo fueron políticas alejadas de lo convencional: tipos cero, compras masivas de títulos (en las que incluso aparece un elemento cualitativo importante, como es el dar preferencia a los «bonos verdes»).

Todo eso es lo que ahora está mutando rápidamente. Y es que lo que entre el 2008 y el 2012 era un enemigo imaginario (una inflación que en realidad no aparecía por ningún lado, pues más bien el problema era el contrario: una creciente amenaza de deflación) se ha convertido en algo muy real. Porque es innegable que con aumentos de precios en torno a los dos dígitos, un banco central está obligado a reaccionar. Ante esta nueva vuelta de tuerca parece que la FED norteamericana está tomando la delantera y mostrando el camino.

¿Cómo? Dejando atrás la política ultraexpansiva anterior. En Estados Unidos con una fuerte alza de tipos, de un 0,75 %, mientras el BCE anuncia ya una subida inmediata de 0,25 %. En el otoño casi con seguridad se producirán nuevas alzas. Unas decisiones, en gran medida inevitables, pero que empiezan a ser temidas como posible fuente de una nueva recesión. Y no solo eso: podría comprometer las transformaciones estructurales de la doble transición. Cuidado, por tanto, con una sobrerreacción. Ese viraje tiene un límite.

Pero también lo tiene por otras tres razones. La primera es que aunque la inflación se proyecta en el tiempo más lejos de lo que pensábamos, aún no estamos para nada seguros de que se trate de un fenómeno persistente: o sea, no vayamos a matar moscas a cañonazos. La segunda razón está en las causas de la inflación, en las que los componentes fundamentales están en el lado de la oferta: la ruptura de las cadenas de suministro, la crisis energética y alimentaria originadas por la guerra. Siendo así, ¿arreglaría las cosas una subida fuerte de tipos? No lo parece.

Y la tercera razón está en que el BCE se enfrenta también a otro grave problema: la posibilidad de que sobrevenga de nuevo —como ocurrió entre 2010 y 2013— una fragmentación financiera en la eurozona; en la agitación experimentada por las primas de riesgos ha habido ya alguna señal de ese peligro. En la línea del famoso «haré lo que sea necesario» de Draghi, el Banco Central ya ha avisado de que no va a permitir que esa amenaza se consume, para lo que anuncia la entrada en vigor de un nuevo mecanismo de reinversión de deuda. Aunque desconocemos sus detalles, hay una clara posibilidad de que ese dispositivo entre en contradicción con la línea de reducción de compras de activos. Previsiblemente, en los próximos meses el BCE se verá aquí ante un dilema.

Vuelven con fuerza las tensiones entre halcones y palomas. Encontrar un punto de equilibrio entre ambos, cosa siempre difícil, es crucial ante la coyuntura endemoniada que viene.