Las luces se apagan y solo queda Rhodes

carmen garcía de burgos SANTIAGO / LA VOZ

CULTURA

Paco Rodríguez

El pianista conquistó un Palacio de Congresos de Santiago lleno, con sus bromas y un repertorio clásico

28 feb 2019 . Actualizado a las 15:50 h.

«Es como si pudieras decirle a una persona a quien quieres y que sabes que va a morir todo lo que quieres que sepa. Eso fue lo que hizo Bach en quince minutos con esta pieza. Hay unas cuatro o cinco veces que crees que va a terminar, pero sigue. Como cuando dejas esa habitación y te das cuenta de que quieres decirle una cosa más, y vuelves a entrar». Y aun así, con todo ese dolor, rabia y desesperación, «incluso aunque escribiera sobre la muerte de su mujer, tiene alegría». Y eso que a Bach se le murió casi toda la gente a la que quiso: sus padres cuando tenía 9 años, once de sus hijos y su mujer, «que fue el amor de su vida».

Se apagan las luces y comienza una de las piezas más tristes y más bonitas que se han compuesto. Es la que enamoró a James Rhodes cuando apenas era un niño. La que le ayudó a no acabar muerto, si no por dentro al menos sí por fuera, y la que regaló a un auditorio del Palacio de Congresos de Santiago completamente entregado para despedir su concierto del viernes. Dejó el micrófono en el suelo, se sentó al piano, se diluyeron un poco más las luces, y volvió a desaparecer. Solo quedaron Chopin, Beethoven, Bach, y más tarde, en una tanda de cuatro bises, Rachmaninoff y otros clásicos.

Rhodes se había metido al público en el bolsillo en el primer minuto. Con su sudadera azul de Chopin salió al escenario 15 minutos exactos después de la hora prevista, agarró el micro y dijo: «Boas noites, galegos. Tengo tres cosas que deciros antes de nada: primero: ‘‘Síntoo, non falo galego’’; lo segundo, perdón por el brexit y muchas gracias por dejarme venir a vuestro país; y tercero, que jodan a Donald Trump». Cada vez que salía a saludar agachaba la cabeza y se rascaba el brazo, intentando contener su timidez, y cuando explicaba cada pieza emocionaba.

Una pequeña parte del auditorio lo había visto ya en directo, algunos recorrieron más de cien kilómetros para hacerlo por primera vez, gran parte toca o tocó el piano en algún momento de su vida, y la inmensa mayoría había leído su autobiografía. Y todos se levantaron y se rindieron a su piano. Y al diario íntimo de Beethoven, ese que al parecer llevábamos siglos leyendo a través de su Sonata Op. 110, sin ser del todo conscientes. Y a las dos voces que guiaban a Rachmaninoff, la buena y la mala, dentro de su cabeza. Y volvían a apagarse las luces y volvía a quedar solo él. Y la tristeza. Y la locura. Y algunos genios que siguen conmoviendo gracias, en parte, a chicos de cuarenta años que tocan el piano con sudaderas de Chopin.