Compensaciones

José Antonio Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

30 abr 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Hay ocasiones en que leer el periódico tranquilamente en un sitio público resulta complicado. Como uno de estos días, cuando no logré pasar de la segunda página en la cafetería donde suelo tomar café, porque un conocido muy locuaz, en plena euforia habladora, no me dejó respirar durante una hora inacabable. Casi huyendo, me disculpé y me fui con el periódico bajo el brazo dando un paseo hasta un parque infantil en un barrio cercano al mío. Me senté en un banco, abrí el diario por el principio, y allí, a la sombra plácida de un árbol, retomé la lectura. Era un sábado, había niños jugando y padres o abuelos acompañándolos. El ambiente era agradable, igual que la mañana luminosa que estaba disfrutando. Todo en orden, como el saludo que me dirige uno de los dos señores que están sentados en el banco de al lado, en amena conversación. Es un vecino de mi calle, con el que intercambio a veces unas palabras acompañando al saludo. Me invita a que me sume a su banco y a charlar un poco: está con un amigo, los dos son abuelos y están cuidando de sendos nietos. Me disculpo con ellos, les enseño el periódico, y no insisten en lo de cambiar de banco, pero cada poco, me preguntan mi opinión sobre algo de lo que están hablando, cuestiones de política local, estudios académicos de los niños, cosas menores, de las que se supone que entiendo. El caso es que, para que no me cojan desprevenido, estoy con un ojo en el periódico y con una oreja en lo que ellos dos hablan. Acabó ganándome su conversación. Cerré el periódico y sin más excusas me impliqué, desde mi banco, en una agradable tertulia, en la que ellos fueron los que llevaron la voz cantante.

 Uno, el conocido mío, fue un trabajador de la antigua Bazán. El otro, un señor de aspecto noble y de un hablar sentencioso, fue agricultor, en una aldea de los alrededores. Los dos son conscientes de que forman parte de ese millón y medio de abuelos que, en estos momentos en España, cuidan regularmente de sus nietos, dedicándose a tareas complementarias relacionadas con ellos. Saben que la estructura familiar está siendo una valiosa ayuda en esta crisis laboral y económica, se dan cuenta de que los hijos los necesitan y llevan con total naturalidad ese afán de servicio. Lo de ser abuelo, me dicen, no es un mero título honorífico que se logra con la edad, sino un compromiso de colaboración y ayuda que se paga con afecto. Porque, claro, ahí están los niños, que lo compensan todo con su alegría inocente. «No llego aún explicarme cómo aquel chico que, estaba claro, no era suficientemente bueno para casarse con mi hija -que es lo que pensamos todos los padres- pudo llegar a ser más tarde el padre de esta niña tan guapa e inteligente que está jugando con tu nieto», dice un abuelo. «Milagros de la genética», responde el otro.

Hablamos, también, de los tiempos pasados, de cómo han cambiado las cosas en el Astillero y en el campo. «Lo malo es la sensación que tengo de mi falta de actividad, de resultar poco útil«, comenta el abuelo agricultor, «hace un mes, los castaños de mi huerta tenían las ramas desnudas, como en invierno. Volví ayer, y ya miles de hojas verdes resplandecían en ellas. Los árboles aprovecharon mucho mejor el tiempo. Yo no hice más que dar vueltas e ir a los recados». Esta imagen de la Naturaleza trabajadora, y sus reflexiones, compensaron la no lectura del periódico.