Se nos murió un universo

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

18 abr 2014 . Actualizado a las 11:24 h.

El calor sofocante, la omnipresente humedad, los gallos, las hamacas, las viudas y las guerras, el honor mancillado y sus venganzas, la vegetación exuberante del Caribe, los amores arrebatados hasta el enloquecimiento, los nombres inolvidables (Aureliano Buendía, Santiago Nasar, Juvenal Urbino), las navajas, la muerte que nos persigue y el regalo de la vida, todo en Gabriel García Márquez, que ayer nos dejó tras habernos regalado durante medio siglo su talento insuperable, describe un universo único, inmenso, excepcional. Un universo que se resume, al fin, en el trasunto de su Aracataca natal, ese Macondo en el que empiezan y terminan lo sueños de quien es ya, tras Cervantes, el más grande narrador de la lengua castellana.

Julio Cortázar, uno de los miembros de aquella generación que un día bautizamos como el bum de la literatura latinoamericana (el propio Márquez, Vargas Llosa, Fuentes, pero también Carpentier, Sabato, Mújica Laínez, Borges, Rulfo, Uslar Pietri, Onetti, Donoso, Amado, Lezama Lima, Roa Bastos) hizo un día un juego literario con el título de una de las grandes obras de mi admirado Julio Verne (La vuelta al día en ochenta mundos), y resumió, probablemente sin saberlo, la inigualable peripecia literaria de quien empezó a dibujar su propio viaje cuando en 1955, con 28 años apenas, publicó una pequeña novela (La hojarasca) en la que estaba ya presente gran parte de la urdimbre mágica con la que Gabo iba a construir ese colosal universo que es Macondo.

Vendrían luego El coronel no tiene quien le escriba (1961), La mala hora y Los funerales de la mamá grande (1962) y más tarde un paréntesis de cinco largos años de sufrimiento personal y literario, pasados en compañía del güisqui (escrito así), de los discos de Los Beatles, de la penuria económica y de Mercedes, su mujer. Un paréntesis milagroso del que nacería Cien años de soledad, la novela en que explotó la bomba de relojería que Márquez llevaba en su interior. Nada como leer la obra que escribió sobre esa experiencia Vargas Llosa (amigo, luego enemigo y después reconciliado) -Gabriel García Márquez, historia de un deicidio- para admirar las entretelas del proceso creativo que iba a desembocar en el río caudaloso del que habían sido afluentes las páginas que había escrito hasta entonces el colombiano universal.

Pero no acabaron ahí los regalos. Con Crónica de una muerte anunciada (1981) y El amor en los tiempos del cólera (1985) culminaría el gran ciclo de un escritor superdotado, que ha hecho posible que, sin saberlo, docenas de millones de personas disfrutasen de la mejor literatura imaginable con la sencillez y la alegría de quien cree estar leyendo un best-seller entretenido y facilón. Ese es, también, aunque no solo, su legado. El de la sencillez maravillosa de los genios.