Bienestar

OPINIÓN

17 oct 2014 . Actualizado a las 05:00 h.

Las acciones llevadas a cabo tradicionalmente en al ámbito de la sanidad por parte del Gobierno del Estado o los gobiernos autonómicos se han dirigido sobre todo a incrementar la oferta. Como es lógico, han logrado aumentar la actividad lo que normalmente es positivo (si se asume que hay pacientes sin atender en tiempo y forma) aunque no siempre. A pesar de que la crisis obliga a una mayor contención en el gasto, el paradigma de la enfermedad (por contraposición al de la salud) se mantiene. De ahí el discurso de la eficiencia.

Sin embargo, todo el mundo es consciente (o quizá debería) de que lo deseable es que mejore el nivel de salud de la población y que, no sea necesaria tanta actividad. Ello lleva a la conclusión de que el objetivo fundamental es la preservación de la salud mientras que la atención a las personas, cuando desgraciadamente caen enfermas, sería el objetivo subsidiario.

Ahora bien, preservar la salud no implica tan solo actuaciones estrictamente asistenciales. Ni siquiera actuaciones de salud pública en sentido muy amplio que contribuyan, por ejemplo, a mejorar la calidad del aire que respiramos (recientemente se ha publicado que una tercera parte de los españoles respiran un aire con un grado de contaminación superior al establecido en las normas internacionales). O a mejorar la formación e información de en lo que se refiere a alimentación y ejercicio físico, aparte de favorecer políticas que faciliten comportamientos y estilos de vida deseables (que por distintos motivos no siempre están al alcance de la gente).

Más atrás en la cadena de causas que provocan enfermedades, encontramos problemas que hunden sus raíces en la cultura y en la estructura socioeconómica de la sociedad. De ahí la importancia que tiene la educación, por una parte, y, en otro nivel aunque estrechamente relacionado, la brecha de la desigualdad.

En definitiva, si se trata de preservar la salud de los ciudadanos, no deberíamos hablar de políticas sanitarias sino de políticas de bienestar (y encuadrar la salud como un elemento más del objetivo prioritario de incrementar el bienestar de la población). Estas políticas deberían actuar sobre los últimos determinantes del bienestar de las personas, que es la única manera de que sean verdaderamente eficaces. La articulación de las mismas implica, además, que las estructuras de gobierno se integren para evitar actuaciones descoordinadas.

El control de las enfermedades infecciosas es un claro ejemplo de la necesaria interconexión de todas las políticas. Esto es muy obvio en África, por supuesto, pero aquí lo hemos percibido de manera muy puntual estos días con la situación generada por el virus del ébola. En nuestro caso, sin embargo, el control de las enfermedades crónicas y la necesidad de que el aumento en la expectativa de vida se acompañe de una salud decente es un problema muy serio (aunque exento de un dramatismo equivalente). Esto no se resolverá si se plantea como una cuestión solo de asistencia sanitaria, de hospitales y tecnología. El reto que tenemos por delante está en producir un profundo cambio cultural en las políticas públicas.