Clérigos, abusos sexuales y castidad

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

01 mar 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

El escándalo que ha levantado el caso del fraile de O Cebreiro, acusado de abusos sexuales, se une a una larguísima lista de religiosos, sobre todo del clero secular, que se han visto envueltos en conmociones similares desde que se ha levantado el velo que mantenía oculta una situación que ha acabado por estallarle entre la manos a la más alta jerarquía eclesiástica.

Y es que el problema no es nuevo, aunque lo sea su publicidad. No es de extrañar, por eso, que Roma haya decidido tomar cartas en el asunto de una vez. El cardenal Sean Patrick O?Malley, presidente de la Comisión del Vaticano para la tutela de menores, tras reconocer abiertamente, hace unas semanas, que «en el pasado se han cometido muchos errores que han causado dolor a las víctimas y a sus familiares», añadía que «hay que evitar que esos errores se sigan cometiendo y hacer de la Iglesia y del mundo un lugar más seguro para los niños». Es muy poco probable, sin embargo, que las principales medidas propuestas por la citada comisión con tal finalidad (mejorar el control interno y desarrollar programas de formación para educar a los líderes de la Iglesia en la protección a la infancia) sean algo más que una salida fácil -y, por fácil, de eficacia dudosísima- para una situación descontrolada, pues los sacerdotes implicados en abusos sexuales no pueden desconocer en ningún caso, salvo en el de enfermedad mental, la profunda perversión que aquellos suponen.

Desechadas, por tanto, las soluciones que sencillamente no lo son, el problema puede ser abordado o con la brutalidad vengativa con que lo hacían buena parte de los vergonzosos comentarios suscitados en la red por el caso del fraile de O Cebreiro, o con la inteligencia que exige siempre buscar salida a los problemas complicados.

La pregunta, claro, es de cajón: ¿No tendrán mucho que ver los abusos sexuales con la patológica vivencia de la sexualidad (es decir, de la prohibición de su práctica) que se deriva de la castidad forzosa que la Iglesia Católica (al contrario de la protestante, por ejemplo) impone a los miembros del clero regular y secular?

No entraré aquí en las cuestiones dogmáticas y doctrinales del celibato y el voto de castidad, que desconozco como para meterme en camisas de once varas.

Pero no hay que ser ni psicólogo ni médico para saber que la sexualidad forma una parte esencial de la vida adulta, y que la prohibición en pleno siglo XXI de su vivencia sana y libre constituye una verdadera crueldad. Ello no hace, por supuesto, menos culpables de sus graves delitos a quienes cometen abusos sexuales, pero contribuye a dar la razón a quienes dentro y fuera de la Iglesia llevan planteando desde hace tiempo la necesidad de debatir si aquella puede seguir manteniendo una visión de la sexualidad socialmente medieval.