Hacia un desorden institucional incontrolable

OPINIÓN

25 abr 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Una institución es una persona u órgano compuesto, de trascendencia colectiva, cuyo comportamiento está pautado por la ley y la costumbre, y cuyos actos son perfectamente previsibles para quien conoce los códigos legales y sociales del momento. Frente a lo que sucede con las personas u órganos de derecho privado, que ejercen su libertad sin más límites que la ley, la institución, que mantiene su legitimidad mediante el correcto ejercicio de sus funciones, está obligada a ser coherente con su identidad y trayectoria. Y por eso constituye un enorme riesgo que a estas instituciones, que ya suelen estar excesivamente pautadas por la ley y con pocos espacios para la costumbre, se le apliquen otros parámetros de juicio basados en preferencias, gustos u opiniones que hacen imposible un juicio objetivo y compartido de aceptación o rechazo.

Si a un juez, que dirime conflictos mediante la ley, se le pide que favorezca al débil, o convierta en ejemplar el castigo al poderoso, se le hace imposible su función, o se abre la puerta a decisiones que pueden ser tan benéficas como injustas. Si a un diputado -que soporta una ventolera de incompatibilidades que solo tiene sentido para quien piensa que los políticos son una casta esencialmente corrupta- se le prolonga la incompatibilidad con argumentos éticos o estéticos de escasa racionalidad filosófica, que en realidad traslucen preferencias o estrategias personales, se le hace imposible cumplir con honestidad su trabajo, o se llega al absurdo de que la mayoría de los miembros de las Cortes se muevan en los límites de la ley o la indecencia. Y si un dirigente de un partido pide que se publique la lista de los contribuyentes investigados -a sabiendas de que es una propuesta injusta, ilegal y peligrosa- porque quiere darle satisfacción a la indignación y pescar en río revuelto, se hace imposible administrar con seguridad jurídica la hacienda pública democrática.

Una de las consecuencias más nefastas y prolongadas de esta crisis va a ser la pérdida del sentido institucional de los españoles, que ya está generando un uso retorcido de dos conceptos -moralidad y justicia- que, lejos de estar sirviendo para limpiar y ordenar las conductas políticas, privadas e institucionales, funcionan como potentes ventiladores que expanden el estiércol hacia todo lo que se mueve, mientras premian -por pura antítesis- la debilidad, la astucia y el trágico «velas vir e deixalas pasar».

Por eso he rebuscado en ese libro sobre los griegos que solo posee Dolores de Cospedal, y he escogido esta frase de los tiempos de Pericles: «Cuando los dioses quieren destruir a un pueblo, trasladan el juicio moral de sus políticos e instituciones a las tertulias y mentideros». Porque, una vez triturada la presunción de inocencia, no queda en la polis piedra sobre piedra.