Soñar Europa

Ramón Pernas
Ramón Pernas NORDÉS

OPINIÓN

25 abr 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Junto al viejo baobab se reúnen al caer la noche sobre la aldea. Los jóvenes cuentan y no acaban y confunden Milán con Paris, Amberes con Berlín. Dicen, como en la vieja canción siciliana cuando los Estados Unidos eran la meca de la emigración hace más de cien años, que en los arboles de las grandes avenidas iluminadas día y noche brotan billetes de cien euros que pueblan las ramas de verde, que en todos los hogares hay una casa auxiliar para guardar los coches de las familias, mientras los más ancianos corrigen la visión idílica y fantasiosa de los jóvenes.

África se desintegra, el sueño es Europa al otro lado de la mar. Este año volvió a golpear la sequía, y en muchos lugares las tribus han cambiado la azada por el kalashnikov. Sentados junto al viejo baobab, los jóvenes no consiguen ver el horizonte. El ganado se muere de sed.

Alguien da cuenta de que por mil dólares se abren las puertas del futuro, pero hay que llegar a Trípoli o Bengasi. Amehd tiene una dirección escrita en un papel que desdobla despacio. Es del patrón de un barco que sale dentro de tres semanas. Le urge reunir el dinero para emprender su sueño europeo. Familiares y amigos logran juntarlo. Para ello tienen que vender gran parte del rebaño de ovejas. Amehd hace su hatillo para comenzar el camino. Deja su viejo transistor como regalo a sus hermanos, se despoja de su atuendo tribal, se enfunda una vieja camiseta del Real Madrid que lleva escrito en la espalda el nombre de Zidane e inicia el viaje. Atrás quedan la aldea y el viejo baobab. Por delante, más de diez jornadas caminando hasta llegar al puerto de partida.

No tiene que esperar mucho, embarca esta noche. Y mientras aguarda se acumulan multitud de recuerdos de su infancia y de su pueblo, de su familia y de su gente, del fardo de sueños por cumplir. Piensa en el dinero que va a ganar para enviar a su familia y construir una nueva casa con ladrillo y argamasa. Desea que llegue el día en que regresará a la aldea montado en su propio coche, quizás un pick up, o una furgoneta roja, cargada de regalos para todos, y unas gafas de ver para su anciano padre y otras de sol para sus hermanos. Se le hizo corta la espera. Ya está embarcando. El barco es viejo y está lleno de óxido. Es un pesquero en desuso. Paga ochocientos euros a su contacto, y se instala en la cubierta. A proa. El mar por la noche es negro, del color de la muerte, la nave navega renqueante, sin luces y el silencio se rompe cuando Amehd canta, casi susurrando, una canción que aprendió cuando era niño, un canto de gratitud a los dioses que favorecen las cosechas, a los que traen la lluvia, y les pide, como en una oración melódica, que hagan que la nave donde viaja llegue a buen puerto.

Encontraron su cuerpo. Flotaba junto a otros muchos. Se había ahogado. Hoy lo entierran en una fosa común. Su ataúd de pino lleva una inscripción: body 342. Tenía 20 años. Había llegado a Europa, donde descansará para siempre.