¿Qué estará haciendo Artur Mas?

OPINIÓN

04 jul 2015 . Actualizado a las 19:04 h.

Aunque parezca mentira -y no lo digo con ironía- los españoles tenemos una deuda de gratitud con Tsipras y Varufakis. Porque gracias a ellos, y por su sola virtud, nos hemos mostrado ante toda Europa como un país de fábula -ordenado, suficiente, agradable, bastante bien gobernado y hermoso-, y hemos logrado ocultar el bochornoso y estéril espectáculo que está dando la política catalana en su dantesca culminación del proceso independentista.

Hacía mucho tiempo que mi agradable costumbre de leer el periódico sobre papel, con un café junto a las páginas pares, se me estaba convirtiendo en una tortura. Porque en vez de los deliciosos olores y los persistentes sabores que tenía asociados al estudio obligado de la actualidad, percibía un molesto ardor de estómago que no me dejaba leer las últimas hojas. Pero desde hace dos meses, y casi sin darme cuenta, he vuelto a sentir ese placer que, para los que estamos estrenando la vejez, se ha transformado en el último resabio que nos queda del mayo del 68. Y fue ayer por la mañana cuando descubrí que este recobrado deleite tenía su origen en que mis admirados amigos Tsipras y Varufakis habían desplazado de los periódicos las barrabasadas políticas y discursivas de Artur Mas.

Mi gozo fue aún mayor cuando comprobé que el mismo vendaval que había borrado a Mas del meollo mediático también se había cebado con el conjunto de constitucionalistas, politólogos, historiadores, sociólogos, obispos, artistas, culturetas y empresarios que, unas veces debidamente subvencionados con dinero o con futuribles de independencia, y otras veces exhibiendo su paladina ignorancia, habían colonizado los espacios de opinión, análisis y revisión histórica con el típico dogmatismo con que los yuppies suelen acomplejar a los aldeanos, provincianos y finisterranos que con nuestra proverbial ingenuidad -yo acumulo en mi persona los tres estigmas mencionados- seguimos creyendo que España existe, y que cualquier futuro inteligente, lejos de encaminarse hacia los reinos de taifas y los condados carolingios, nos debe dotar de identidad europea y de espacios cada vez más abiertos.

Así que, una vez identificada la fuente de mi felicidad, llamé a Merkel para ver si puede mantener hasta el 27 de septiembre su tira y afloja con Atenas, aunque luego tengamos que desembolsar cien mil millones de euros para cerrar un acuerdo. «¡Es barato, Angela! -le dije-, y además me debes el favor. Porque llevo seis años partiéndome la cara por ti sin pedir nada a cambio». Y ella, que respeta mucho mi criterio y sabe que nunca le he fallado, respondió: «Veré lo que puedo hacer, porque incluso a mí me resulta indigesto el esperpento catalán».

Es cierto, lector querido, que vivimos tiempos deliciosos. Pero no nos conviene olvidar que la alegría siempre es fugaz en la casa del pobre.